Singer, Isaac Bashevis - Golem.doc

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Isaac Bashevis Singer

Premio Nobel de Literatura 1978

Golem, El coloso de barro

Primera edición: noviembre 1983

Traducción: Mª Luisa Balseiro

Premio Nacional de Traducción

Título original: The Golem

 

Editorial Noguer, S.A.,

Paseo de Gracia, 96

Barcelona, 1983

 

Impreso en: Imprenta Clarasö, S.A. Villarroel, 15

08011 Barcelona

ISBN: 84-279-3143-3

 

Depósito Legal: B. 36.729-1983

 

 

 

 

 

 

 

ÍNDICE ·

 

 

Nota del autor

Prólogo

1

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11

Glosario

 

 

 

En la ciudad de Praga llevan a juicio a Eliezer, un banquero judío, hombre honesto y religioso. El acusador es Bratislavski, un jugador que ha perdido toda su fortuna en el juego y que se siente humillado por Eliezer, porque le niega un préstamo para cancelar sus deudas. Bratislavski acusa a Eliezer de haberle raptado a su hija para, con la sangre, celebrar la Pascua judía. Eliezer es detenido e interrogado.

Mientras, a un rabino de la ciudad, celoso cumplidor de la Ley, se le aparece en oración un santo, que le indica cómo ayudar a Eliezer. Siguiendo las instrucciones del santo, el rabino modela una estatua de arcilla, el Gólem, y en la frente graba uno de los 72 nombres de Dios. El Gólem cobra vida y el rabino le pide que descubra la verdad. Así lo hace el Gólem y Bratislavski es encerrado y condenado a la horca. El rabino revela a su mujer el secreto de la fuerza del Gólem y le ordena hacer algo para lo que no había sido creado, entonces cobra voluntad propia y deja de obedecer al rabino.

 

 

 

 

NOTA DEL AUTOR

 

Publiqué <The Golem> en el <Jewish Daily Forward>, en 1969. En el otoño de 1981 trabajé en la traducción, y al hacerla introduje muchos cambios, como hago siempre. Recibí buenos consejos sobre el uso de palabras y expresiones inglesas de mi amada esposa Alma, así como de mi secretaria Deborah Menashe, a quien dicté la obra. El texto fue revisado en su totalidad por mi buen amigo Robert Giroux, que desde hace veintidós años viene cuidando de todas mis ediciones.

Isaac Bashevis Singer, hijo y nieto de rabinos, nació en Radzymin, cerca de Varsovia (Polonia), en 1904. Emigró a los Estados Unidos en 1935 donde siguió escribiendo en <yiddish> (la lengua de los judíos de Europa oriental). En 1943 obtuvo la nacionalidad norteamericana.

Fiel a su cultura y a su lengua, Singer es hoy un autor clásico que narrala vida de los judíos del este europeo tal como se desarrollaba en los pueblos y en las ciudades, en la pobreza y en la persecución, como señaló la Academia sueca al otorgarle, en 1978, el Premio Nobel de Literatura.

      Actualmente es miembro del Instituto Nacional de Artes y Letras de Estados Unidos.

 

      Dedico este libro a todos los perseguidos y oprimidos, viejos y jóvenes, judíos y gentiles, esperando contra toda esperanza que llegue el día en que ya no haya acusaciones falsas ni decretos malévolos.

 

ISAAC BASHEVIS SINGER

 

PRÓLOGO

 

 

      Historia, leyenda e invención personal se entremezclan armoniosamente en este bello relato de Singer.

 

La historia está representada aquí por dos personajes que tuvieron existencia real: el emperador Rodolfo II (1552-1612), quien, de carácter sombrío y melancólico, hizo de su capital, -Praga, la ciudad de las cien torres-, un reducto de la alta magia, de la alquimia y de la astrología, y un centro artístico sin igual en la Europa de su época; y el rabí Judá Loew ben Bezalel (1512-1609), uno de los pensadores judíos más grandes de todos los tiempos, hombre de saber enciclopédico y, según el parecer de algunos, origen de esa inflexión del tradicional pensamiento mesiánico que permitiría, ya en el siglo XX, el surgimiento del sionismo y, subsecuentemente, la fundación del Estado de Israel.

En cuanto a la leyenda, hay que buscarla en la figura del Gólem, entidad oscura y taciturna sobre la cual corrieron durante siglos muchas historias sobrecogedoras por todas las juderías de la Europa Central. Según ellas, se trataba de un ser hecho con arcilla y animado luego mediante combinaciones cabalísticas de las letras que configuran el Santo Nombre de Dios. En un principio, dicho ser no tenía apariencia humana: se cuenta que, en tiempos muy remotos, rabí Janina y rabí Oschava creaban cada víspera del Sabbat, por el procedimiento antedicho, un ternero, al que seguidamente se comían.

Posteriormente, comenzó a hablarse del Gólem como de una criatura antropomorfa: con aspecto de ser humano era aquel que un rabí, según viejos relatos orales, envió a rabí Zera, quien, asustado, lo destruyó, haciéndolo retornar al polvo del cual había surgido. Estas historias, y otras semejantes, acabarían por confluir y sintetizarse en torno a la gran figura histórica del ya citado rabí Judá Loew, cuya vida extremadamente larga, cuya genialidad incomprensible, -y por lo tanto, inquietante-, para los más, cuyo temperamento sin resquicios para lo débil, suscitaron, aun antes de su muerte, temor y reverencia extremos, e hicieron posible que se le atribuyera la creación de un Gólem dotado de características mucho más numerosas y concretas que las de las fabulosas criaturas semejantes del remoto pasado.

La invención personal de Singer a partir de los datos suministrados por la historia y por la leyenda, en fin, está centrada en el desarrollo que da a la vieja idea de la autonomía cobrada por el Gólem en un momento dado, -aquí, cuando se le obliga a utilizar su fuerza para satisfacer la codicia de la esposa del rabí-. En efecto, el Gólem de Singer acaba por convertirse en algo semejante en todo a un hombre, a diferencia del mero monstruo desencadenado de la tradición; y ello, hasta el punto de que llega a ser capaz de desear físicamente a una muchacha, y, seguidamente, de alcanzar el plano superior del amor pleno.  Mientras que, según unas sentencias atribuidas al rabí Judá Loew, hubo que crear al Gólem sin impulsos sexuales, pues si hubiera poseído instinto sexual, ninguna mujer hubiera estado segura ante él, el ser inventado por Singer se siente atraído eróticamente por Miriam, la ama y es correspondido por la joven.  Lo que resulta fácilmente comprensible si se piensa que, para Singer, el amor es el valor supremo, aquella realidad a cuyo través el hombre y la mujer alcanzan la plenitud absoluta, llegan a ser lo que de otro modo no hubieran podido ser.  “¿Quién sabe?, escribe al final del presente relato. Acaso el amor tenga un poder aún mayor que el de un Santo Nombre.

Junto a esta idea rectora de que el amor acaba por primar sobre cualquier cosa, en la historia contada por Singer se encuentra otra de pareja trascendencia en tiempos como el presente, a los que caracteriza el gusto equívoco por la magia, por lo espiritual anárquico y degradado, por los falsos misterios: la de que el hombre no debe forzar las puertas de lo sobrenatural, sino permanecer fiel a su vocación terrestre. La vida, según él, tiene que ser exaltada sin reticencias, y en ello coincide con lo mejor de la tradición judía, enemiga siempre de todo angelismo espúreo, defensora de lo cotidiano frente a quienes se niegan soberbiamente a aceptar los límites de la condición humana.

Nacido hace ya muchos años en el seno de la gran judería polaca que fuera arrasada durante la II Guerra Mundial, Isaac Bashevis Singer debe su grandeza, -esa grandeza gracias a la cual fue galardonado con el Premio Nobel-, a haber sabido conciliar los principios heredados de sus mayores con los de la modernidad, por haber conseguido ser fiel de manera simultánea al pasado y el presente. ¿Cómo extrañarnos, así, de que los relatos suyos que, como El Gólem, atestiguan de la citada grandeza, hayan encontrado una acogida fervorosa en los más diversos países del mundo,       sin distinción de edades, razas y creencias?

 

                                                                LEOPOLDO AZANCOT

I

 

En la época en que el famoso rabí Leib servía como rabino en la antigua ciudad de Praga, los judíos sufrían persecución. El emperador Rodolfo II, hombre erudito, era intransigente con cuantos no pertenecieran a la fe católica.  Perseguía a los protestantes, y todavía más a los judíos, a quienes se acusaba con frecuencia de emplear sangre de cristianos para hacer las <matzot> de Pascua. Casi todo el mundo sabía que esa acusación era falsa, que la religión judaica prohibía comer sangre de animales, cuanto más sangre humana. Pero cada pocos años se repetía la misma denuncia. Cada vez que un niño cristiano desaparecía, los enemigos de los judíos proclamaban inmediatamente que éstos le habían asesinado para hacer <matzot> con su sangre. Nunca faltaban falsos testigos. Se ejecutaba a hombres inocentes, y más de una vez sucedió que el niño perdido fuera encontrado después, vivo y sano.

Rabí Leib, gran conocedor del Talmud, era experto en mística y magia. Se afirmaba que tenía el don de curar a los enfermos conjurando a las fuerzas sobrenaturales y utilizando diversos camafeos y talismanes. Cuando un miembro inocente de su comunidad era encarcelado, rabí Leib se apresuraba a demostrar su inocencia. Muchos creían que rabí Leib podía invocar la ayuda de ángeles, y hasta de demonios y trasgos, si su comunidad corría grave peligro.

Vivía en Praga un gentilhombre, el conde Jan Bratislavski, que había sido inmensamente rico, con muchas tierras y centenares de siervos; pero había perdido su fortuna por darse al juego y a la bebida, y en guerras particulares con otros terratenientes. Su esposa se sentía tan deshonrada por la mala conducta del conde que cayó enferma y murió. Le dejó una hija de corta edad, Hanka.

Por entonces vivía también en Praga un judío llamado Reb Eliezer Polner.  Era un hombre muy capaz y diligente para los negocios, y aunque vivía en el barrio judío había llegado a ser un banquero famoso, no sólo en Praga sino en toda Europa. Reb Eliezer era conocido también por su caridad, que ejercitaba lo mismo con judíos que con cristianos. Contaba cerca de sesenta años, y tenía la barba blanca como la nieve. Todos los días de la semana llevaba un sombrero de piel de marta y una túnica larga de seda, ceñida con una ancha faja. Reb Eliezer tenía una casa grande, hijos e hijas casados y un montón de nietos. Era un hombre estudioso, a su manera; todos los días se levantaba con el alba y se ponía a rezar y a estudiar la Biblia y el Talmud hasta la hora del mediodía.  Entonces iba al banco a atender sus negocios. Su esposa, Sheindel, procedía de una familia distinguida y era tan piadosa y caritativa como su marido.

Diariamente visitaba el asilo, llevando pan y sopa caliente para los pobres y los enfermos.

      Como el conde Bratislavski estaba siempre necesitado de dinero, tuvo que vender casi todos sus campos y bosques, y también sus siervos, que en aquella época a finales del siglo dieciséis, se compraban y vendían como si fueran ganado. El conde debía mucho dinero al banco de Reb Eliezer, y llegó un momento en que Reb Eliezer tuvo que negarse a hacerle nuevos préstamos.

Aquel año, en el mes de marzo, que más o menos coincidía con el mes judío de Nisán, el conde había estado jugando a las cartas con un grupo de jugadores ricos durante todos los días de la semana, y hasta altas horas de la noche.  Había perdido todos los ducados de oro que tenía en la bolsa. Estaba ansioso por recuperar su dinero, y empezó a jugar al fiado, firmando un papel donde decía que reembolsaría en tres días cualquier deuda que pudiera contraer. Entre aquellos jugadores se consideraba que romper una promesa de ese tipo era un gravísimo deshonor. Más de una vez había sucedido que un jugador que no podía pagar su deuda se había matado de un pistoletazo.

Después de firmar aquel papel, el conde Bratislavski siguió jugando con gran apasionamiento, y todo el rato bebiendo vino y fumando tabaco. Cuando acabó la partida, el conde había perdido setenta y cinco mil ducados. Estaba tan bebido que no sabía lo que había hecho. Volvió a su castillo y pasó muchas horas durmiendo. Hasta que despertó no se dio cuenta de lo que había pasado. No poseía ni setenta y cinco ducados. Todas sus propiedades habían sido vendidas o hipotecadas.

 

II

 

Al morir Helena, la esposa del conde, había dejado a su hijita Hanka una gran cantidad de joyas, que valían más de un millón de ducados. Esta herencia estaba bajo custodia del tribunal, porque no se podía confiar en que el conde Bratislavski conservara cosas de tanto valor. Según el testamento de su madre, Hanka debía heredar las joyas al cumplir los dieciocho años.

Cuando a Bratislavski se le despejó el entendimiento, cayó en una profunda desesperación. Amaba demasiado la vida como para suicidarse. Aunque sabía que Reb Eliezer ya no le podía dar más crédito, ordenó al cochero que aparejase el coche y le llevara a la judería, al banco de Reb Eliezer. Cuando el conde nombró la suma que quería tomar prestada, Reb Eliezer dijo:

      --Excelencia, sabéis muy bien que nunca podríais devolver esa cantidad.

      --¡Necesito ese dinero! -vociferó Bratislavski.

      --Lo lamento, pero no lo sacaréis de mi banco, -respondió serenamente Reb Eliezer.

      --¡Maldito judío! ¡Lo sacaré de donde sea! -gritó el conde lleno de rabia-. Y tú pagarás cara tu insolencia al negarle un préstamo al gran conde Bratislavski.

      Así diciendo, el conde escupió a la cara de Reb Eliezer. Reb Eliezer se limpió humildemente con el pañuelo y dijo:

      --Perdonadme, conde, pero fue una insensatez apostar cantidades tan altas y firmar compromisos que no podéis cumplir.

      --Ten por seguro que conseguiré el dinero, mientras que tú te pudrirás en la cárcel y acabarás ahorcado. Acuérdate de lo que te digo.

      --La vida y la muerte están en manos de Dios, -dijo Reb Eliezer-. Si estoy destinado a morir, aceptaré el mandato de Dios con humildad.

      El conde Bratislavski volvió a su castillo y se puso a pensar en la manera de salir de su dilema. Estaba ávido de dos cosas: de dinero para cubrir sus deudas, y de venganza sobre el judío. En seguida ideó un plan diabólico.

 

III

 

Como faltaban sólo dos semanas para la Pascua, los judíos de Praga estaban ya cociendo las <matzot>. El invierno había sido más frío de lo normal, pero el mes de Nisán trajo las brisas cálidas de la primavera. Reb Eliezer tenía la costumbre de estudiar la Mishná, el código de leyes de los judíos, por las noches, antes de acostarse. Aquel día había escogido la parte que contenía las leyes sobre cómo había que cocer las <matzot>, preparar el <séder>, recitar la Hagadá y beber las cuatro copas de vino santificado. Aunque habían transcurrido más de tres mil años desde el éxodo de Egipto, los judíos de todo el mundo no habían olvidado nunca que habían sido esclavos del Faraón, el rey de los egipcios, y que Dios les había dado la libertad.

De repente Reb Eliezer oyó fuertes pisadas, y luego unos golpes brutales en la puerta. Las criadas y los criados estaban durmiendo. Reb Eliezer fue a abrir, y se encontró con un grupo de soldados que tenían las espadas desenvainadas. El cabo que los mandaba preguntó:

      --¿Eres tú el judío Eliezer Polner?

      --Sí, yo soy.

      --Encadenadle y lleváosle, -dijo el cabo.

      --¿Por qué? ¿Qué mal he hecho? -preguntó Reb Eliezer, perplejo.

      --Eso te lo dirán más tarde. Ahora vámonos.

Reb Eliezer pasó aquella noche en la cárcel. A la mañana siguiente le llevaron a la cámara de investigación. Era a donde llevaban a los delincuentes más peligrosos. Reb Eliezer vio que estaban allí el conde Bratislavski y otras personas, entre ellas un hombre que parecía borracho y una mujer que tenía la cara llena de verrugas y torcía los ojos. El investigador dijo:

      --Judío, se te acusa de haber entrado en la casa de nuestro noble conde Bratislavski y haber secuestrado por la fuerza a su hijita Hanka, con el propósito de asesinarla y poner su sangre en las <matzot>.

      Reb Eliezer palideció.

      --Nunca he tenido el privilegio de visitar el castillo del conde, -dijo, con un nudo en la garganta-. Paso todas las noches en mi casa. Mi esposa, mis hijos, mis yernos, mis nueras y todos mis sirvientes pueden atestiguar que digo la verdad.

      --Todos ésos son judíos, -dijo el investigador-. Pero hay dos testigos cristianos que te vieron entrar en el castillo del conde y llevarte a su hija en un saco.

      --¿Testigos? ¿Qué testigos?

      --Aquí están los testigos. -El investigador señaló al hombre borracho y a la mujer de las verrugas-. Decid lo que habéis visto. Tú, Stefan, habla primero.

      Stefan parecía estar idiotizado por la bebida, aunque era todavía de mañana. Dio unos pasos arrastrando los pies y balbució:

      --Ayer por la noche, quiero decir anteayer, no, hace tres días, oí ruido en la habitación de Hanka. Encendí una vela y me asomé. Allí estaba este judío ...

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