Cornwell, Patricia D - Un ambiente extrano.doc

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Título: UN AMBIENTE EXTRAÑO

 

 

Título: UN AMBIENTE EXTRAÑO

 

Autor: (1997) Patricia D. Cornwell

 

Título Original: Unnatural Exposure

 

Traducción: (1998) Daniel Aguirre Oteiza

 

Edición Electrónica: (2002) Pincho

 

 


 

Para Esther Newberg

Clarividencia, nada de miedo

 

 


 

Entonces vino uno de los siete ángeles que

Tenía las siete copas llenas de las siete últimas

Plagas…

 

APOCLIPSIS 21,9

 


 

 

 

1

 

 

Caía la noche fría y limpia sobre Dublín, y el viento gemía fuera de mi habitación como si un millón de gaitas estuvieran tocando en el aire. Unas ráfagas sacudieron las viejas ventanas, como espíritus que pasaran precipitadamente, mientras cambiaba una vez más las almohadas de posición. Acabé por tumbarme boca arriba sobre un lío de sábanas irlandesas, pero el sueño apenas me había rozado. Acudieron de nuevo a mi mente imágenes del día, vi cadáveres sin cabeza ni extremidades y me incorporé sudando.

Encendí las lámparas, y de pronto apareció en torno a mí el hotel Shelbourne con la acogedora calidez de sus viejas maderas nobles y sus telas de color rojo oscuro. Mientras me ponía un albornoz, mis ojos se posaron sobre el teléfono que había junto a la cama en la que sólo había dormido a ráfagas. Eran casi las dos de la madrugada. En Richmond, Virginia, sería cinco horas menos, y Pete Marino, jefe de Homicidios de la comisaría de policía de la ciudad, estaría levantado. A menos que hubiera salido a la calle, probablemente estaría viendo la televisión, fumando y comiendo algo perjudicial para su salud.

Marqué su número y él cogió el auricular como si se encontrara justo al lado del teléfono.

—Caramelos o broma.

A juzgar por su tono de voz, debía de estar a punto de emborracharse.

—Te has adelantado un poco —dije, arrepintiéndome de haber llamado—. Faltan un par de semanas para Halloween.

—Doctora... —Hizo una pausa, sorprendido—. ¿Eres tú? ¿Ya estás en Richmond?

—Sigo en Dublín. ¿Qué es todo ese jaleo?

—Nada, unos cuantos tíos con la cara tan fea que no necesitamos máscara. Todos los días es Halloween... ¡Oye, Bubba está tirándose un farol! —gritó.

—Tú siempre pensando que todo el mundo se está tirando un farol —replicó bruscamente una voz—. Eso te pasa porque llevas demasiado tiempo trabajando de detective.

—Pero ¿qué estás diciendo? Pete no es capaz de detectar ni su olor a sudor.

Mientras continuaban los comentarios burlones de borracho, se oyeron al fondo unas risas estridentes.

—Estarnos jugando al póquer —me explicó Pete—. ¿Qué hora es ahí?

—Será mejor que no te lo diga —respondí—. Tengo unas noticias inquietantes que darte, pero me parece que éste no es el momento oportuno para hablar del tema.

—No, no. Espera, que voy a llevarme el teléfono de aquí. ¡Mierda! Este jodido cable siempre acaba retorciéndose. —Oí unos pasos fuertes y el ruido de una silla al ser arrastrada—. A ver, Doc, ¿qué leches pasa?

—Me he pasado casi todo el día hablando de los casos del vertedero de basuras con la forense del estado. Pete, cada vez tengo más sospechas de que la serie de desmembramientos de Irlanda es obra del mismo individuo que estamos buscando en Virginia.

Pete levantó la voz.

—¡Eh, vosotros, a ver si calláis un poco!

Mientras cambiaba el edredón de posición debajo de mí, oí que Pete se alejaba aún más de sus amigos. Me bebí los últimos tragos de Black Bush que quedaban en el vaso que me había llevado a la cama y proseguí:

—La doctora Foley trabajó en los cinco casos de Dublín. Los he repasado todos. Son torsos. Las columnas han sido cortadas horizontalmente por la cara posterior de la quinta vértebra cervical. Tienen las piernas y los brazos amputados por las articulaciones, lo cual es poco habitual, como ya he indicado antes. Las víctimas son de razas diversas y tienen una edad estimada de entre los dieciocho y los treinta y cinco años. Están todas sin identificar y registradas como homicidios por medios no especificados. En ningún caso se han encontrado la cabeza ni las extremidades, y los restos han aparecido siempre en vertederos de basura de propiedad privada.

—¡Joder, cómo me suena todo eso! —exclamó él.

—Hay otros detalles, pero es cierto, las semejanzas son enormes.

—Entonces es posible que el chiflado que estamos buscando se encuentre ahora en Estados Unidos —dijo Pete—. Después de todo, me parece que ha sido una verdadera suerte que hayas ido allí.

Esa no había sido su opinión al principio, desde luego. En realidad no había sido la de nadie. Yo era la forense jefe del estado de Virginia y, cuando el Real Colegio de Cirujanos me había invitado a dar una serie de conferencias en la Facultad de Medicina de Trinity College, no había querido dejar pasar la oportunidad de investigar los crímenes de Dublín. Pete lo había considerado una pérdida de tiempo, y el FBI había dado por supuesto que la investigación tendría un valor meramente estadístico.

Las dudas eran comprensibles. Los homicidios de Irlanda habían sido cometidos hacía más de diez años y, al igual que en los casos de Virginia, apenas había pistas que investigar. No teníamos ni huellas digitales ni denticiones ni configuraciones de senos ni testigos para hacer identificaciones; carecíamos de muestras biológicas de las personas desaparecidas para compararlas con el ADN de las víctimas; y desconocíamos el método que se había utilizado para causar las muertes. Por consiguiente, resultaba muy difícil decir gran cosa acerca del asesino, salvo que, en mi opinión, era un experto con la sierra de carnicero y posiblemente utilizaba una en su profesión o la había utilizado en el pasado.

—Que nosotros sepamos, el último caso en Irlanda ocurrió hace diez años —estaba diciéndole a Pete por teléfono—. Durante los dos últimos, hemos tenido cuatro en Virginia.

—¿Entonces tú crees que se ha pasado ocho años sin hacer nada? —preguntó él—. ¿Por qué? ¿Habrá estado en la cárcel por algún otro crimen?

—No lo sé. A lo mejor ha estado cometiendo asesinatos en otra parte y no se han relacionado los casos —respondí mientras el viento hacía ruidos sobrenaturales.

—Se han cometido asesinatos en cadena en Sudáfrica —pensó Pete torpemente en voz alta—, en Florencia, en Alemania, en Rusia y en Australia. Joder, ahora que lo pienso, se han cometido asesinatos en todo el mundo. ¡Eh! —exclamó, poniendo la mano sobre el teléfono—. ¡A ver si fumáis de lo vuestro, cojones! ¿Qué os pensáis que es esto? ¿Un centro de asistencia social?

Se oyó al fondo un alboroto de voces; alguien había puesto un disco de Randy Travis.

—Parece que os estáis divirtiendo —comenté con sequedad—. El año que viene no me invites, por favor.

—Son una pandilla de animales —farfulló—. No me preguntes por qué lo hago. Siempre que vienen acaban con todo el alcohol de la casa, de la mía quiero decir. Además hacen trampas con las cartas.

—En estos casos la manera de actuar es muy característica.

Había cambiado mi tono de voz para hablar en serio.

—Vale —dijo él—. Entonces, si ese tío comenzó en Dublín, quizá deberíamos buscar a un irlandés. Creo que sería mejor que volvieras a casa cuanto antes. —Eructó—. Me parece que vamos a tener que ir a Quantico y ponernos a trabajar. ¿Ya se lo has contado a Benton?

Benton Wesley era el jefe de la Unidad de Asesinos Múltiples y Secuestros de Menores del FBI o UAMSM, para la que Pete y yo trabajábamos de asesores.

—No he tenido ocasión de contárselo todavía —respondí indecisa—. ¿Por qué no le avisas tú? Volveré a casa en cuanto pueda.

—Si es mañana, mejor.

—No he acabado la serie de conferencias —le indiqué.

—Te pasarías la vida dando conferencias en cualquier lugar del mundo —comentó. Me di cuenta de que iba a empezar a meterse conmigo.

—Exportamos nuestra violencia a otros países —le expliqué—. Lo menos que podemos hacer es enseñarles lo que sabemos, lo que hemos aprendido durante todos los años que llevamos trabajando en estos crímenes...

—Tú no te encuentras en el país de los elfos por las conferencias, Doc —dijo él, interrumpiéndome mientras abría otro paquete de tabaco—. Ésa no es la razón, y tú lo sabes.

—Pete... —le advertí—. No me hagas esto.

Pero él insistió.

—Desde que Benton se divorció, has ido encontrando razones para escaquearte y largarte de la ciudad. Y ahora no quieres volver a casa, se te nota en la forma de hablar; no quieres ser mano, echar un vistazo a las cartas que tienes y probar suerte. Bueno, pues permíteme que te diga una cosa: llega un momento en que tienes que apostar o retirarte de la partida...

—Comprendido —dije, poniendo fin amablemente a su bienintencionado discurso de borrachín—. No trasnoches, Pete.

El juzgado de instrucción se encontraba en el número 3 de la calle Store, delante de la aduana y de la estación central de autobuses, cerca de los muelles y del río Liffey. Era un edificio de ladrillo pequeño y viejo, y la callejuela que conducía a la parte trasera estaba cerrada con una pesada verja negra sobre la que habían pintado DEPÓSITO DE CADÁVERES con letras grandes de color blanco. Tras subir por una escalera de estilo georgiano, llamé al timbre y aguardé en medio de la niebla.

Hacía frío aquel martes por la mañana, y los árboles empezaban a cobrar aspecto otoñal. Me picaban los ojos, tenía la cabeza embotada y estaba intranquila por lo que me había dicho Pete antes de que me entraran ganas de colgarle.

—Hola. —El administrador me dejó pasar alegremente—. ¿Qué tal estamos esta mañana, doctora Scarpetta?

Se llamaba Jimmy Shaw; era muy joven, de origen irlandés, y tenía el pelo tan rojo como una panocha y los ojos azules como el cielo.

—He estado mejor —confesé.

—Bueno, acabo de poner agua a calentar para preparar té —dijo, y nos internamos por un pasillo estrecho y escasamente iluminado que conducía a su despacho—. Me da la impresión de que le vendría bien una taza.

—Me vendría estupendamente, Jimmy —respondí.

—En cuanto a la doctora, debe de estar a punto de acabar una investigación. —Cuando entramos en su desordenado cuarto, echó un vistazo al reloj y añadió—: Saldrá dentro de nada.

Su escritorio estaba dominado por el libro de investigaciones del juez de instrucción, que era grande y estaba encuadernado en cuero grueso y negro; Jimmy había estado leyendo una biografía de Steve McQueen y comiendo tostadas antes de que yo llegara. En cualquier momento me pondría una taza de té al alcance de la mano sin preguntarme cómo lo quería, pues ya lo sabía.

—¿Unas tostadas con mermelada? —preguntó, como hacía todas las mañanas.

—He desayunado en el hotel, gracias —respondí como siempre mientras él se sentaba detrás de su escritorio.

—A mí eso nunca me impide volver a desayunar. —Sonrió y se puso las gafas—. Bien, entonces repasaré rápidamente su programa. Hoy tiene una conferencia a las once y luego otra a la una; las dos son en la universidad, en el antiguo edificio de patología. Calculo que asistirán unos setenta y cinco estudiantes a cada una. Tal vez más, no lo sé. Es usted muy popular aquí, doctora Scarpetta —me comentó de buen humor—. Aunque puede que la razón se deba simplemente a lo exótica que nos resulta la violencia americana.

—Eso es como decir que una plaga es exótica —dije.

—Bueno, nos sentimos fascinados por las cosas que usted ve.

—Eso me incomoda —dije en tono cordial pero amenazador—. No se dejen fascinar demasiado.

En ese momento sonó el teléfono, que Jimmy cogió rápidamente con la impaciencia de quien recibe demasiadas llamadas. Tras escuchar un momento, dijo con brusquedad:

—Vale, vale... Bueno, ahora mismo no podemos hacer un pedido de ese tipo. Tendré que volverle a llamar en otra ocasión.

Cuando colgó el auricular, me dijo con tono de queja:

—Llevo años detrás de unos ordenadores. Joder, no hay manera de conseguir dinero cuando tienes que depender de los socialistas.

—Nunca habrá dinero suficiente. Los muertos no votan.

—Esa es la jodida verdad. Bueno, ¿cuál es el tema de hoy? —quiso saber.

—Homicidios por causas sexuales —respondí—. En concreto, el papel que puede desempeñar el ADN.

—Esos desmembramientos en los que está interesada... —Bebió un trago de té—. ¿Cree que son por motivos sexuales? Quiero decir, ¿podría el sexo ser una motivación para quien los haya cometido?

Sus ojos reflejaban un vivo interés.

—Desde luego es un factor —respondí.

—Pero ¿cómo puede saberlo si no ha sido identificada ninguna de las víctimas? Podría tratarse de alguien que mata simplemente para divertirse. Como su Hijo de Sam, pongamos por caso.

—En lo que hizo el Hijo de Sam había un factor sexual —puntualicé, buscando con la mirada a mi amiga la forense—. ¿Sabes cuánto puedes tardar todavía? Tengo un poco de prisa.

Shaw volvió a echar un vistazo al reloj.

—Vaya a ver. A lo mejor ha ido directamente al depósito de cadáveres. Estamos esperando un caso, un varón joven, un presunto suicidio.

—Voy a ver si la encuentro.

Me levanté. A un lado del pasillo, junto a la entrada, se encontraba la sala del juez de instrucción, que era donde se llevaban a cabo ante el jurado las investigaciones de las muertes por causas no naturales. Éstas englobaban los accidentes de tráfico y laborales, los homicidios y los suicidios. Las sesiones se celebraban a puerta cerrada, pues la prensa irlandesa no estaba autorizada a publicar muchos detalles. Entré discretamente en una habitación fría y sin adornos, con bancos barnizados y paredes desnudas, donde había varios hombres guardando documentos en maletines.

—Estoy buscando a la forense —dije.

—Se ha marchado hará unos veinte minutos. Creo que tenía un examen —me respondió uno de ellos.

Abandoné el edificio por la puerta trasera. Tras cruzar un pequeño aparcamiento, me encaminé hacia el depósito de cadáveres, del que en aquel momento salía un anciano. Parecía desorientado y miraba a su alrededor, aturdido y dando traspiés. Durante un momento clavó la mirada en mí, como si yo pudiera proporcionarle una respuesta. Me dio lástima; el asunto que le hubiera llevado a aquel lugar no podía ser agradable. Le vi dirigirse apresuradamente hacia la verja, y de pronto apareció detrás de él la doctora Margaret Foley, con expresión desolada y sus canosos cabellos despeinados.

—¡Dios mío! —Había estado a punto de chocar conmigo—. Vuelvo la espalda un momento y desaparece.

El hombre abrió la verja de par en par y se alejó precipitadamente. La doctora cruzó el aparcamiento a paso ligero para cerrarla y echarle el pestillo. Al volver junto a mí, casi sin aliento, estuvo a punto de perder el equilibrio con un bache que había en la acera.

—Qué pronto te has levantado, Kay —dijo.

—¿Un familiar? —pregunté.

—El padre. Se ha ido sin identificarle. No me ha dado tiempo ni a apartar la sábana. Ya me ha arruinado el día.

Margaret me condujo al interior del pequeño edificio de ladrillo del depósito de cadáveres con sus blancas mesas de porcelana para autopsias, que probablemente estarían mucho mejor en un museo de medicina, y su vieja estufa de hierro, que ya no calentaba nada. El lugar estaba frío como una nevera y, a excepción de las sierras eléctricas para autopsias, el equipo moderno brillaba por su ausencia. Por unos tragaluces opacos se filtraba una tenue luz gris que apenas iluminaba la sábana de papel blanco que tapaba el cadáver que un padre se había sentido incapaz de ver.

—Siempre es la peor parte —estaba diciendo Margaret—. Nadie debería ver nunca a nadie aquí dentro.

Entré detrás de ella en un pequeño almacén y la ayudé a sacar unas cajas de jeringas, mascarillas y guantes nuevos.

—Se colgó de una viga del establo —añadió mientras trabajábamos—. Estaba recibiendo tratamiento para una depresión y un problema con la bebida. Es más de lo mismo: desempleo, mujeres, drogas... Luego se ahorcan o se arrojan de un puente. —Me lanzó una mirada mientras reponíamos el material del carro para operaciones quirúrgicas—. Gracias a

Dios no tenemos armas de fuego. Lo digo sobre todo porque carecemos de aparato de rayos X.

La doctora Foley era una mujer de constitución frágil que llevaba gafas anticuadas de cristal grueso y tenía predilección por el tweed. Nos habíamos conocido en Viena durante una conferencia internacional de ciencias forenses celebrada unos años antes, cuando era poco común ver mujeres en la profesión, sobre todo en el extranjero. Enseguida nos hicimos amigas.

—Margaret, voy a tener que volver a Estados Unidos antes de lo que pensaba —dije, respirando hondo y mirando alrededor, presa de la confusión—. Anoche no pegué ojo.

Ella encendió un cigarrillo y me lanzó una mirada escrutadora.

—Puedo conseguirte copias de lo que quieras. ¿Te corren mucha prisa? Es posible que las fotografías tarden unos días, pero se pueden mandar.

—Cuando alguien así anda suelto, siempre se tiene sensación de apremio —dije.

—No me hace ninguna gracia que te ocupes de este asunto. Esperaba que lo hubieras dejado de una maldita vez después de todos los años que han pasado. —Tiró la ceniza con gesto de irritación y exhaló el fuerte humo del tabaco británico—. Vamos a descansar un momento. Tengo los pies tan hinchados que ya empiezan a molestarme los zapatos. Envejecer sobre unos suelos tan asquerosamente duros como éstos es insufrible.

El cuarto de estar consistía en dos sillas bajas de madera situadas en una esquina en la que Margaret tenía un cenicero sobre una camilla. Apoyó los pies sobre una caja y se entregó a su vicio.

—Nunca consigo olvidarme de esa pobre gente. —Estaba hablando de nuevo de sus casos de asesinatos en cadena—. Cuando me llegó el primero pensé que había sido cosa del IRA. Nunca había visto a una persona tan destrozada, salvo en acciones terroristas.

De pronto me vino a la memoria la imagen de Mark, cuando estábamos enamorados. Lo vi mentalmente, sonriéndome con los ojos llenos de una luz maliciosa que se volvía eléctrica cuando reía y bromeaba. Había habido mucho de eso en Georgetown durante los estudios de derecho: diversión, peleas y noches en vela, y el hambre que teníamos el uno del otro y que era imposible de saciar. Con el paso del tiempo nos habíamos casado con otras personas, nos habíamos divorciado y habíamos vuelto a intentarlo. El había sido mi leitmotiv: estaba a mi lado, se iba y luego volvía, me llamaba por teléfono o aparecía ante la puerta de mi casa para partirme el corazón y destrozarme la cama.

No podía sacármelo de la cabeza. Seguía sin parecerme posible que una bomba en una estación de tren de Londres hubiera acabado finalmente con la tempestad de nuestra relación. No me lo imaginaba muerto. No podía representármelo mentalmente porque no disponía de una última imagen que pudiera concederme paz. No había visto su cadáver, había evitado cualquier ocasión de hacerlo, de la misma manera que el anciano dublinés había sido incapaz de ver a su hijo. Me di cuenta de que Margaret quería decirme algo.

—Lo siento —repitió con la mirada triste. Conocía bien mi historia—. No era mi intención recordarte algo doloroso. Ya pareces bastante triste esta mañana.

—Has dicho algo interesante. —Intenté ser valiente—. Sospecho que el asesino al que estamos buscando se parece bastante a un terrorista. Le da igual a quién mate. Sus víctimas son personas sin cara ni nombre. No son más que símbolos de un perverso credo particular.

—¿Te importaría que te hiciera una pregunta sobre Mark? —quiso saber.

—Pregunta lo que quieras. —Sonreí—. De todos modos vas a hacerlo...

—¿Has ido alguna vez a donde ocurrió? ¿Has visitado el lugar en el que murió?

—No sé dónde ocurrió —me apresuré a responder. Me miró sin dejar de fumar—. Lo que quiero decir es que no sé en qué lugar exacto de la estación ocurrió. —Estaba contestando de forma evasiva, casi balbuceante. Ella tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie, pero siguió sin decir nada—. A decir verdad —proseguí—, no sé si he estado en esa estación en concreto, en Victoria, desde que murió. Creo que no he tenido ningún motivo para coger un tren en ella o para bajarme allí. Me parece que la última en la que he estado ha sido la de Waterloo.

—El único lugar del crimen que la gran doctora Scarpetta no está dispuesta a visitar. —Sacó de un golpe otro Consulate del paquete—. ¿Te apetece uno?

—Ya lo creo que me apetece, pero no debo.

Margaret suspiró.

—¿Te acuerdas de Viena? Había un montón de hombres, pero aún así fumábamos más que ellos.

—Probablemente fumábamos tanto por la gran cantidad de hombres que había —dije.

—Puede que ésa fuera la causa pero, en lo que a mí respecta, me parece que no hay remedio, lo cual sirve para demostrar que lo que hacemos no guarda conexión con lo que sabemos y que nuestros sentimientos carecen de cerebro. —Apagó la cerilla de una sacudida y añadió—: He visto pulmones de fumadores y también bastantes hígados adiposos.

—Tengo los pulmones mejor desde que lo dejé. Pero no puedo responder de mi hígado —dije—. Todavía no he renunciado al whisky.

—No lo hagas, por amor de Dios. Serías un muermo. —Hizo una pausa y luego añadió con toda la intención—: Claro que los sentimientos se pueden dirigir o educar para que no conspiren contra nosotros.

—Es probable que me marche mañana —dije, volviendo al tema de antes.

—Primero tienes que ir a Londres para cambiar de avión —me indicó, mirándome a los ojos—. Quédate allí, aunque sólo sea un día.

—¿Cómo dices?

—Es un asunto que tienes pendiente, Kay. Hace tiempo que lo pienso. Tienes que enterrar a Mark James.

—Margaret, ¿a qué viene ahora todo esto?

Volvía a trabárseme la lengua.

—Sé cuándo una persona está huyendo. Y tú estás huyendo, como lo está haciendo ese asesino.

—Pues sí que me consuela oír eso... —repliqué.

No deseaba mantener aquella conversación, pero esta vez ella no estaba dispuesta a dejarme escapar.

—Por razones muy diferentes y también por razones muy parecidas. Él es un desalmado; tú no. Pero ni tú ni él queréis que os pillen.

Sus palabras me habían hecho mella, y ella lo sabía.

—¿Y se puede saber quién o qué está intentando pillarme, según tú?

Mi tono de voz era de despreocupación, pero notaba la amenaza de las lágrimas.

—A estas alturas, me figuro que Benton Wesley.

Me volví con la mirada ausente hacia la camilla y su protuberante y pálido pie, del que colgaba una etiqueta. La luz que entraba por el tragaluz cambiaba de forma gradual conforme las nubes pasaban por delante del sol, y el olor a muerte de las baldosas y la piedra resultó de repente mucho más opresivo.

—Kay, ¿qué quieres hacer? —me preguntó Margaret cariñosamente mientras yo me enjugaba las lágrimas.

—Quiere casarse conmigo —respondí.

 

Volví a Richmond en avión. Cuando las temperaturas empezaron a bajar, los días se me hicieron largos como semanas; las mañanas tenían el lustre de la escarcha, y pasaba las noches delante de la chimenea, pensando y angustiándome. Había muchas cosas calladas y sin resolver, y hacía frente a la situación como siempre lo había hecho, adentrándome cada vez más en el laberinto de mi profesión hasta perder el camino de salida. Estaba volviendo loca a mi secretaria.

—¿Doctora Scarpetta? —preguntó. Sus fuertes y rápidos pasos sonaron sobre el suelo embaldosado de la sala de autopsias.

—Estoy aquí dentro —respondí mientras caía el agua.

Era 30 de octubre. Me encontraba en el vestuario del depósito de cadáveres, lavándome con jabón antibacteriano.

—¿Dónde estaba?

—Trabajando en un cerebro. La muerte súbita del otro día.

Mi secretaria tenía una agenda en la mano y estaba pasando hojas. Llevaba las canas bien recogidas e iba vestida con un traje de chaqueta rojo oscuro que parecía apropiado para su malhumor. Rose estaba muy enfadada conmigo; llevaba así desde que me había ido a Dublín sin despedirme. Luego, al volver, me había olvidado de su cumpleaños. Cerré el grifo y me sequé las manos.

...

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