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Empeños y desempeños

Empeños y desempeños

Mariano José de Larra

 

 

Pierde, pordiosea

 

 

el noble, engaña, empeña, malbarata,

 

 

 

quiebra y perece, y el logrero goza

 

 

 

los pingües patrimonios...

 

 



 

Jovellanos

               

En prensa tenía yo mi imaginación no ha muchas mañanas, buscando un tema nuevo sobre que dejar correr libremente mi atrevida sin hueso, que ya me pedía conversación, y acaso nunca lo hubiera encontrado a no ser por la casualidad que contaré; y digo que no lo hubiera encontrado, porque entre tantas apuntaciones y notas como en mi pupitre tengo hacinadas, acaso dos solas contendrán cosas que se puedan decir, o que no deban por ahora dejarse de decir.

Tengo un sobrino, y vamos adelante, que esto nada tiene de particular. Este tal sobrino es un mancebo que ha recibido una educación de las más escogidas que en este nuestro siglo se suelen dar; es decir esto que sabe leer, aunque no en todos los libros, y escribir, si bien no cosas dignas de ser leídas; contar no es cosa mayor, porque descuida el cuento de sus cuentas en sus acreedores, que mejor que él se las saben llevar; baila como discípulo de Veluci; canta lo que basta para hacerse de rogar y no estar nunca en voz; monta a caballo como un centauro, y da gozo ver con qué soltura y desembarazo atropella por esas calles de Madrid a sus amigos y conocidos; de ciencias y artes ignora lo suficiente para poder hablar de todo con maestría. En materia de bella literatura y de teatro no se hable, porque está abonado, y si no entiende la comedia, para eso la paga, y aun la suele silbar; de este modo da a entender que ha visto cosas mejores en otros países, porque ha viajado por el extranjero a fuer de bien criado. Habla un poco de francés y de italiano siempre que había de hablar español, y español no lo habla, sino lo maltrata; a eso dice que la lengua española es la suya, y que puede hacer con ella lo que más le viniere en voluntad. Por supuesto que no cree en Dios, porque quiere pasar por hombre de luces; pero en cambio cree en chalanes y en mozas, en amigos y en rufianes. Se me olvidaba: no hablemos de su pundonor, porque éste es tal que por la menor bagatela, sobre si lo miraron, sobre si no lo miraron, pone una estocada en el corazón de su mejor amigo con la más singular gracia y desenvoltura que en esgrimidor alguno se ha conocido.

Con esta exquisita crianza, pues, y vestirse de vez en cuando de majo, traje que lleva consigo el «¿qué se me da a mí?» y el «¡aquí estoy yo!», ya se deja conocer que es uno de los gerifaltes que más lugar ocupan en la corte, y que constituye uno de los adornos de la sociedad «de buen tono» de esta capital de qué sé yo cuántos mundos.

Éste es mi pariente, y bien sé yo que si su padre le viera había de estar tan embobado con su hijo como lo estoy yo con mi sobrino, por tanta buena cualidad como en él se ha llegado a reunir. Conoce mi Joaquín esta mi fragilidad y aun suele prevalerse de ella.

Las ocho serían y vestíame yo, cuando entra mi criado y me anuncia a mi sobrino.

-¿Mi sobrino? Pues debe de ser la una.

-No, señor, son las ocho no más.

Abro los ojos asombrado y me encuentro a mi elegante de pie, vestido y en mi casa a las ocho de la mañana.

-Joaquín, ¿tú a estas horas?

-¡Querido tío, buenos días!

-¿Vas de viaje?

-No, señor.

-¿Qué madrugón es éste?

-¿Yo madrugar, tío? Todavía no me he acostado.

- ¡Ah, ya decía yo!

-Vengo de casa de la marquesita del Peñol: hasta ahora ha durado el baile. Francisco se ha ido a casa con los seis dominós que he llevado esta noche para mudarme.

-¿Seis no más?

-No más.

-No se me hacen muchos.

-Tenía que engañar a seis personas.

-¿Engañar? Mal hecho.

-Querido tío, usted es muy antiguo.

-Gracias, sobrino: adelante.

-Tío mío, tengo que pedirle a usted un gran favor.

-¿Seré yo la séptima persona?

-¡Querido tío!; ya me he quitado la máscara.

-Di el favor -y eché mano de la llave de mi gaveta.

-En el día no hay rentas que basten para nada; tanto baile, tanto... en una palabra, tengo un compromiso. ¿Se acuerda usted de la repetición Breguet que me vio usted días pasados?

-Sí, que te había costado cinco mil reales.

-No era mía.

- ¡Ah!

-El marqués de... acababa de llegar de París; quería mandarla limpiar, y no conociendo a ningún relojero en Madrid le prometí enviársela al mío.

-Sigue.

-Pero mi suerte lo dispuso de otra manera; tenía yo aquel día un compromiso de honor; la baronesita y yo habíamos quedado en ir juntos a Chamartín a pasar un día; era imposible ir en su coche, es demasiado conocido...

-Adelante.

-Era indispensable tomar yo un coche, disponer una casa y una comida de campo... A la sazón me hallaba sin un cuarto; mi honor era lo primero; además, que andan las ocasiones por las nubes.

-Sigue.

-Empeñé la repetición de mi amigo.

-¡Por tu honor!

-Cierto.

-¡Bien entendido! ¿Y ahora?

-Hoy como con el marqués, le he dicho que la tengo en casa compuesta, y...

-Ya entiendo.

-Ya ve usted, tío..., esto pudiera producir un lance muy desagradable.

-¿Cuánto es?

-Cien duros.

-¿Nada más? No se me hace mucho.

Era claro que la vida de mi sobrino, y su honor se hallaban en inminente riesgo. ¿Qué podía hacer un tío tan cariñoso, tan amante de su sobrino, tan rico y sin hijos? Conté, pues, sus cien duros, es decir, los míos.

-Sobrino, vamos a la casa donde está empeñada la repetición.

-Quand il vous plaira, querido tío.

Llegamos al café, una de las lonjas de empeño, digámoslo así, y comencé a sospechar desde luego que esta aventura había de producirme un artículo de costumbres.

-Tío, aquí será preciso esperar.

-¿A quién?

-Al hombre que sabe la casa.

-¿No la sabes tú?

-No, señor: estos hombres no quieren nunca que se vaya con ellos.

-¿Y se les confían repeticiones de cinco mil reales?

-Es un honrado corredor que vive de este tráfico. Aquí está.

-¿Éste es el honrado corredor? Y entró un hombre como de unos cuarenta años, si es que se podía seguir la huella del tiempo en una cara como la debe de tener precisamente el judío errante, si vive todavía desde el tiempo de Jesucristo. Rostro acuchillado con varios chirlos y jirones tan bien avenidos y colocados de trecho en trecho, que más parecían nacidos en aquella cara, que efectos de encuentros desgraciados; mirar bizco, como de quien mira y no mira; barbas independientes, crecidas y que daban claros indicios de no tener con las navajas todo aquel trato y familiaridad que exige el aseo; ruin sobrero con oficios de quitaguas; capa de estas que no tapan lo que llevan debajo, con muchas cenefas de barro de Madrid; botas o zapatos, que esto no se conocía, con más lodo que cordobán; uñas de escribano, y una pierna, de dos que tenía, que por ser coja, en vez de sustentar la carga del cuerpo, le servía a éste de carga, y era de él sustentada, por donde del tal corredor se podía decir exactamente aquello de que «tripas llevan pies»; metal de voz además que a todos los ruidos desapacibles se asemejaba y aire, en fin, misterioso y escudriñador.

-¿Está eso, señorito?

-Está; tío, déselo usted.

-Es inútil; yo no entrego mi dinero de esta suerte.

-Caballero, no hay cuidado.

-No lo habrá ciertamente, porque no lo daré.

Aquí empezó una de votos y juramentos del honrado corredor, de quien tan injustamente se desconfiaba, y de lamentaciones deprecatorias de mi sobrino, que veía escapársele de las manos su repetición por una etiqueta de esta especie; pero yo me mantuve firme, y le fue preciso ceder al hebreo mediante una honesta gratificación que con sus votos canjeamos.

En el camino, nuestro cicerone, más aplacado, sacó de la faltriquera un paquetillo, y mostrándomelo secretamente:

Caballero -me dijo al oído-, cigarros habanos, cajetillas, cédulas de... y otras frioleras, por si usted gusta.

-Gracias, honrado corredor.

Llegamos por fin, a fuerza de apisonar con los pies calles y encrucijadas, a una casa y a un cuarto cuarto, que alguno hubiera llamado guardilla a haber vivido en él un poeta.

No podré explicar cuán mal se avenían a estar juntas unas con otras, y en aquel tan incongruente desván, las diversas prendas que de tan varias partes allí se habían venido a reunir. ¡Oh, si hablaran todos aquellos cautivos! El deslumbrante vestido de la belleza, ¿qué de cosas diría dentro de sus límites ocurridas? ¿Qué el collar, muchas veces importuno, con prisa desatado y arrojado con despecho? ¿Qué sería escuchar aquella sortija de diamantes, inseparable compañera de los hermosos dedos de marfil de su hermoso dueño? ¡Qué diálogo pudiera trabar aquella rica capa de chinchilla con aquel chal de cachemira!

Desvié mi pensamiento de estas locuras, y pareciome bien que no hablasen. Admireme sobremanera al reconocer en los dos prestamistas que dirigían toda aquella máquina a dos personas que mucho de las sociedades conocía, y de quien nunca hubiera presumido que pelecharan con aquel comercio; avergonzáronse ellos algún tanto de hallarse sorprendidos en tal ocupación, y fulminaron una mirada de estas que llevan en sí una larga reconvención, sobre el israelita que de aquella manera había comprometido su buen nombre, introduciendo profanos, no iniciados, en el santuario de sus misterios.

Hubo de entrar mi sobrino a la pieza inmediata, donde se debía buscar la repetición y contar el dinero: yo imaginé que aquel debía de ser lugar más a propósito todavía para aventuras que el mismo puerto Lápice: calé el sombrero hasta las cejas, levanté el embozo hasta los ojos, púseme a lo oscuro, donde podía escuchar sin ser notado, y di a mi observación libre rienda que encaminase por do más le pluguiese. Poco tiempo habría pasado en aquel recogimiento, cuando se abre la puerta y un joven vestido modestamente pregunta por el corredor.

-Pepe, te he esperado inútilmente; te he visto pasar, y he seguido tus huellas. Ya estoy aquí y sin un cuarto; no tengo recurso.

-Ya le he dicho a usted que por ropas es imposible.

-¡Un frac nuevo!, ¡una levita poco usada! ¿No ha de valer esto más de dieciséis duros que necesito?

-Mire usted, aquellos cofres, aquellos armarios están llenos de ropas de otros como usted; nadie parece a sacarlas, y nadie da por ellas el valor que se prestó.

-Mi ropa vale más de cincuenta duros: te juro que antes de ocho días vuelvo por ella.

-Eso mismo decía el dueño de aquel surtú que ha pasado en aquella percha dos inviernos; y la que trajo aquel chal, que lleva aquí dos carnavales, y la...

-Pepe, te daré lo que quieras, mira; estoy comprometido; ¡no me queda más recurso que tirarme un tiro!

Al llegar aquí el diálogo, eché mano de mi bolsillo, diciendo para mí: «No se tirará un tiro por dieciséis duros un joven de tan buen aspecto. ¿Quién sabe si no habrá comido hoy su familia, si alguna desgracia...?». Iba a llamarle, pero me previno Pepe diciendo:

-¡Mal hecho!

-Tengo que ir esta noche sin falta a casa de la señora de W..., y estoy sin traje: he dado palabra de no faltar a una persona respetable. Tengo que buscar además un dominó para una prima mía, a quien he prometido acompañar.

Al oír esto solté insensiblemente mi bolsa en mi faltriquera, menos poseído ya de mi ardiente caridad.

-¡Es posible! Traiga usted una alhaja.

-Ni una me queda; tú lo sabes: tienes mi reloj, mis botones, mi cadena.

-¡Dieciséis duros!

-Mira, con ocho me contento.

-Yo no puedo hacer nada en eso: es mucho.

-Con cinco me contento, y firmaré los dieciséis, y te daré ahora mismo uno de gratificación.

-Ya sabe usted que yo deseo servirle, pero como no soy el dueño... ¿A ver el frac?

Respiró el joven, sonriose el corredor; tomó el atribulado cinco duros, dio de ellos uno, y firmó dieciséis, contento con el buen negocio que había hecho.

-Dentro de tres días vuelvo por ello. Adiós. Hasta pasado mañana.

-Hasta el año que viene. -Y fuese cantando el especulador.

Retumbaban todavía en mis oídos las pisadas y le fioriture del atolondrado, cuando se abre violentamente la puerta, y la señora de H...Z. en persona, con los ojos encendidos y toda fuera de sí, se precipita en la habitación.

-¡Don Fernando!

A su voz salió uno de los prestamistas, caballero de no mala figura y de muy galantes modales.

-¡Señora!

-¿Me ha enviado usted esta esquela?

-Estoy sin un maravedí; mi amigo no la conoce a usted... es un hombre ordinario... y como hemos dado y a más de lo que valen los adornos que tiene usted ahí...

-Pero ¿no sabe usted que tengo repartidos los billetes para el baile de esta noche? Es preciso darle, o me muero del sofoco.

-Yo, señora...

Necesito indispensablemente mil reales, y retirar, siquiera hasta mañana, mi diadema de perlas y mis brazaletes para esta noche: en cambio vendrá una vajilla de plata y cuanto tengo en casa. Debo a los músicos tres noches de función; esta mañana me han dicho decididamente que no tocarán si no los pago. El catalán me ha enviado la cuenta de las velas, y que no enviará más mientras no le satisfaga.

-Si yo fuera solo...

-¿Reñiremos? ¿No sabe usted que esta noche el juego sólo puede producir...?

-¡Nos fue tan mal la otra noche!

-¿Quiere usted más billetes? No me han dejado más que seis. Envíe usted a casa por los efectos que he dicho.

-Yo conozco...; por mí...; pero aquí pueden oírnos; entre usted en ese gabinete.

Entráronse y se cerró la puerta tras ellos.

Siguiose a esta escena la de un jugador perdidoso que había perdido el último maravedí, y necesitaba armarse para volver a jugar; dejó un reloj, tomó diez, firmó quince, y se despidió diciendo: «Tengo corazonada; voy a sacar veinte onzas en media hora, y vuelvo por mi reloj». Otro jugador ganancioso vino a sacar unas sortijas del tiempo de su prosperidad; algún empleado vino a tomar su mesada adelantada sobre su sueldo, pero descabalada de los crecidos intereses; algún necesitado verdadero se remedió, si es remedio comprar un duro con dos; y sólo mentaré en particular el criado de un personaje que vino por fin a rescatar ciertas alhajas que había más de tres años que cautivas en aquel Argel estaban. Habíanse vendido las alhajas, desconfiados ya los prestamistas de que nunca las pagaran, y porque los intereses estaban a punto de traspasar su valor. No quiero pintar la grita y la zalagarda que en aquella bendita casa se armó. Después de dos años de reclamaciones inútiles, hoy venían por las alhajas; ayer se habían vendido. Juró y blasfemó el criado y fuese, prometiendo poner el remedio de aquel atrevimiento en manos de quien más conviniese.

¿Es posible que se viva de esta manera? Pero ¿qué mucho, si el artesano ha de parecer artista, el artista empleado, el empleado título, el título grande y el grande príncipe? ¿Cómo se puede vivir haciendo menos papel que el vecino? ¡Bien haya el lujo! ¡Bien haya la vanidad!

En esto salía ya del gabinete la bella convidadora: habíase secado el manantial de sus lágrimas.

-Adiós, y no falte usted a la noche -dijo misteriosamente una voz penetrante y agitada.

-Descuide usted; dentro de media hora enviaré a Pepe -respondió una voz ronca y mal segura. Bajó los ojos la belleza, compuso sus blondos cabellos, arregló su mantilla, y salió precipitadamente.

A poco salió mi sobrino, que después de darme las gracias, se empeñó tercamente en hacerme admitir un billete para el baile de la señora H...Z. Sonriente, nada dije a mi sobrino, ya que nada había oído, y asistí al baile. Los músicos tocaron, las luces ardieron. ¡Oh, elocuencia de la belleza! ¡Oh, utilidad de los usureros!

No quisiera acabar mi artículo sin advertir que reconocí en el baile al famoso prestamista, y en los hombros de su mujer el chal magnífico que llevaba tres carnavales en el cautiverio; y dejó de asombrarme desde entonces el lujo que en ella tantas veces no había comprendido.

Retireme temprano, que no le sientan bien a mis canas ver entrar a Febo en los bailes; acompañome mi sobrino, que iba a otra concurrencia. Bajé del coche y nos despedimos. Pareciome no encontrar en su voz aquel mismo calor afectuoso, aquel interés con que por la mañana me dirigía la palabra. Un adiós bastante indiferente me recordó que aquel día había hecho un favor, y que el tal favor ya había pasado. Acaso había sido yo tan necio como loco mi sobrino. No era mucho, decía yo, que un joven los pidiera; ¡pero que los diera un viejo!

Para distraer estas melancólicas imaginaciones, que tan triste idea dan de la humanidad, abrí un libro de poesía, y acertó a ser en aquel punto en que dice Bartolomé de Argensola:


 

 

De estos niños Madrid vive logrado,

 

 

 

y de viejos tan frágiles como ellos,

 

 

 

porque en la misma escuela se han criado.

 

 



 

El Pobrecito Hablador, n.º 4, 26 de septiembre de 1832.

 

 

La vida de Madrid

Mariano José de Larra

 

Muchas cosas me admiran en este mundo: esto prueba que mi alma debe pertenecer a la clase vulgar, al justo medio de las almas; sólo a las muy superiores, o a las muy estúpidas, les es dado no admirarse de nada. Para aquéllas no hay cosa que valga algo; para éstas, no hay cosa que valga nada. Colocada la mía a igual distancia de las unas y de las otras, confieso que vivo todo de admiración, y estoy tanto más distante de ellas cuanto menos concibo que se pueda vivir sin admirar. Cuando en un día de esos en que un insomnio prolongado o un contratiempo de la víspera preparan al hombre a la meditación, me paro a considerar el destino del mundo; cuando me veo rodando dentro de él con mis semejantes por los espacios imaginarios, sin que sepa nadie para qué, ni adónde; cuando veo nacer a todos para morir, y morir sólo por haber nacido; cuando veo la verdad igualmente distante de todos los puntos del orbe donde se la anda buscando, y la felicidad siempre en casa del vecino a juicio de cada uno; cuando reflexiono que no se le ve el fin a este cuadro halagüeño, que según todas las probabilidades tampoco tuvo principio; cuando pregunto a todos y me responde cada cual quejándose de su suerte; cuando contemplo que la vida es un amasijo de contradicciones, de llanto, de enfermedades, de errores, de culpas y de arrepentimientos, me admiro de varias cosas. Primera, del gran poder del Ser Supremo, que, haciendo marchar el mundo de un modo dado, ha podido hacer que todos tengan deseos diferentes y encontrados, que no suceda más que una sola cosa a la vez, y que todos queden descontentos. Segunda, de su gran sabiduría en hacer corta la vida. Y tercera, en fin, y de ésta me asombro más que de las otras todavía, de ese apego que todos tienen, sin embargo, a esta vida tan mala. Esto último bastaría a confundir a un ateo, si un ateo, al serlo, no diese ya claras muestras de no tener su cerebro organizado para el convencimiento; porque sólo un Dios y un Dios Todopoderoso podía hacer amar una cosa como la vida.

Esto, considerada la vida en general, dondequiera que la tomemos por tipo; en las naciones civilizadas, en los países incultos, en todas partes, en fin. Porque en este punto, me inclino a creer que el hombre variará de necesidades, y se colocará en una escala más alta o más baja; pero en cuanto a su felicidad nada habrá adelantado. Toda la diferencia entre el hombre ilustrado y el salvaje estará en los términos de su conversación. Lord Wellington hablará de los whigs, el indio nómada hablará de las panteras; pero iguales penas le acarreará a aquél el concluir con los primeros, que a éste el dar caza a las segundas. La civilización le hará variar al hombre de ocupaciones y de palabras; de suerte, es imposible. Nació víctima, y su verdugo le persigue enseñándole el dogal, así debajo del dorado artesón, como debajo de la rústica techumbre de ramas. Pero si se considera luego la vida de Madrid, es preciso cerrar el entendimiento a toda reflexión para desearla.

El joven que voy a tomar por tipo general, es un muchacho de regular entendimiento, pero que posee, sin embargo, más doblones que ideas, lo cual no parecerá inverosímil si se atiende al modo que tiene la sabia naturaleza de distribuir sus dones. En una palabra, es rico sin ser enteramente tonto. Paseábame días pasados con él, no precisamente porque nos estreche una gran amistad, sino porque no hay más que dos modos de pasear, o solo o acompañado. La conversación de los jóvenes más suele pecar de indiscreta que de reservada: así fue, que a pocas preguntas y respuestas nos hallamos a la altura de lo que se llama en el mundo franqueza, sinónimo casi siempre de imprudencia. Preguntome qué especie de vida hacía yo, y si estaba contento con ella. Por mi parte pronto hube despachado: a lo primero le contesté: «Soy periodista; paso la mayor parte del tiempo, como todo escritor público, en escribir lo que no pienso y en hacer creer a los demás lo que no creo. ¡Como sólo se puede escribir alabando! Esto es, que mi vida está reducida a querer decir lo que otros no quieren oír!». A lo segundo, de si estaba contento con esta vida, le contesté que estaba por lo menos tan resignado como lo está con irse a la gloria el que se muere.

-¿Y usted? -le dije-. ¿Cuál es su vida en Madrid?

-Yo -me repuso soy muchacho de muy regular fortuna; por consiguiente, no escribo. Es decir..., escribo...; ayer escribí una esquela a Borrel para que me enviase cuanto antes un pantalón de patincour que me tiene hace meses por allá. Siempre escribe uno algo. Por lo demás, le contaré a usted.

»Yo no soy amigo de levantarme tarde; a veces hasta madrugo; días hay que a las diez ya estoy en pie. Tomo té, y alguna vez chocolate; es preciso vivir con el país. Si a esas horas ha parecido ya algún periódico, me lo entra mi criado, después de haberle hojeado él: tiendo la vista por encima; leo los partes, que se me figura siempre haberlos leído ya; todos me suenan a lo mismo; entra otro, lo cojo, y es la segunda edición del primero. Los periódicos son como los jóvenes de Madrid, no se diferencian sino en el nombre. Cansado estoy ya de que me digan todas las mañanas en artículos muy graves todo lo felices que seríamos si fuésemos libres, y lo que es preciso hacer para serlo. Tanto valdría decirle a un ciego que no hay cosa como ver.

»Como a aquellas horas no tengo ganas de volverme a dormir, dejo los periódicos; me rodeo al cuello un echarpe, me introduzco en un surtú y a la calle. Doy una vuelta a la carrera de San Jerónimo, a la calle de Carretas, del Príncipe, y de la Montera, encuentro en un palmo de terreno a todos mis amigos que hacen otro tanto, me paro con todos ellos, compro cigarros en un café, saludo a alguna asomada, y me vuelvo a casa a vestir.

»¿Está malo el día? El capote de barragán: a casa de la marquesa hasta las dos; a casa de la condesa hasta las tres; a tal otra casa hasta las cuatro; en todas partes voy dejando la misma conversación; en donde entro oigo hablar mal de la casa de donde vengo, y de la otra adonde voy: ésta es toda la conversación de Madrid.

...

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