Harriet_Beecher_Stowe-La_Cabana_del_Tio_Tom.pdf

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L
Harriet Beecher Stowe
LA CABAÑA DEL TÍO TOM
ÍNDICE
CAPÍTULO I.
En el que se presenta al lector a un hombre humanitario
CAPÍTULO II.
La madre
CAPÍTULO III.
Marido y padre
CAPÍTULO IV
Una tarde en la cabaña del tío Tom
CAPÍTULO V
Donde se explican los sentimientos de las mercancías hu-
manas al cambiar de dueño
CAPÍTULO VI.
El descubrimiento
CAPÍTULO VII.
La lucha de la madre
CAPÍTULO VIII.
La huida de Eliza
CAPÍTULO IX.
En el que parece que el senador es sólo humano
CAPÍTULO X.
Se llevan la mercancía
CAPÍTULO XI.
En el que la mercancía humana adopta un estado de ánimo
poco recomendable
CAPÍTULO XII.
Un incidente propio del comercio legítimo
CAPÍTULO XIII.
La colonia cuáquera
CAPÍTULO XIV
Evangeline
CAPÍTULO XV
Sobre el nuevo amo de Tom y varios otros asuntos
CAPÍTULO XVI.
El ama de Tom y sus opiniones
CAPÍTULO XVII.
La defensa del hombre libre
CAPÍTULO XVIII.
Las experiencias y opiniones de la señorita Ophelia
CAPÍTULO XIX.
Más experiencias y opiniones de la señorita Ophelia
CAPÍTULO XX.
Topsy
CAPÍTULO XXI.
Kentucky
CAPÍTULO XXII.
«La hierba se seca, la flor se marchita»
CAPÍTULO XXIII.
Henrique
CAPÍTULO XXIV
Presagios
CAPÍTULO XXV
La pequeña evangelista
CAPÍTULO XXVI.
La muerte
CAPÍTULO XXVII.
«Esto es lo último de la tierra»
CAPÍTULO XXVIII.
Reencuentro
CAPÍTULO XXIX.
Los desamparados
CAPÍTULO XXX.
El almacén de esclavos
CAPÍTULO XXXI.
La travesía
CAPÍTULO XXXII.
Lugares oscuros
CAPÍTULO XXXIII.
Cassy
CAPÍTULO XXXIV
La historia de la cuarterona
CAPÍTULO XXXV
Señales
CAPÍTULO XXXVI.
Emmeline y Cassy
CAPÍTULO XXXVII.
La libertad
CAPÍTULO XXXVIII.
La victoria
CAPÍTULO XXXIX.
La estratagema
CAPÍTULO XL.
El mártir
CAPÍTULO XLI.
El joven amo
CAPÍTULO XLII.
Una auténtica historia de fantasmas
CAPÍTULO XLIII.
Resultados
CAPÍTULO XLIV
El libertador
CAPÍTULO XLV
Comentarios finales
CAPÍTULO PRIMERO
EN EL QUE SE PRESENTA AL LECTOR A UN HOMBRE
HUMANITARIO
A mediados de una fría tarde de febrero, dos hombres estaban
sentados solos con una copa de vino delante en un comedor bien
amueblado de la ciudad de P. de Kentucky. No había criados, y los
caballeros estaban muy juntos y parecían estar hablando muy se-
rios de algún tema. Por comodidad, los hemos llamado hasta ahora
dos caballeros. Sin embargo, al observar de forma crítica a uno de
ellos, no parecía ceñirse muy bien a esa categoría. Era bajo y for-
nido, con facciones bastas y vulgares, y el aspecto fanfarrón de un
hombre de baja calaña que quiere trepar la escala social. Vestía
llamativamente un chaleco multicolor, un pañuelo azul con lunares
amarillos anudado alegremente al cuello con un gran lazo, muy
acorde con su aspecto general. Las manos eran grandes y rudas y
cubiertas de anillos; llevaba una gruesa cadena de reloj repleta de
enormes sellos de gran variedad de colores, que solía hacer tinti-
near con patente satisfacción en el calor de la conversación. Ésta
estaba totalmente exenta de las limitaciones de la Gramática de
Murray, y salpicada regularmente con diversas expresiones pro-
fanas, que ni siquiera el deseo de dar una versión gráfica de la con-
versación nos hará transcribir.
Su compañero, el señor Shelby, sí parecía un caballero; y la orga-
nización y el aparente gobierno de la casa indicaban una posición
cómoda si no opulenta. Como hemos apuntado, estaban los dos
inmersos en una seria conversación.
––Así dispondría yo el asunto ––dijo el señor Shelby.
––No puedo hacer negocios de esa forma, de verdad que no, se-
ñor Shelby ––dijo el otro, alzando su copa entre él y la luz.
––Pues el caso es, Haley, que Tom es un muchacho poco común;
desde luego que vale ese precio en cualquier parte, pues es formal,
honrado, eficiente y me lleva la granja como la seda.
––Quiere usted decir honrado para ser negro ––dijo Haley, sir-
viéndose una copa de coñac.
––No, quiero decir que Tom es un hombre bueno, formal, sensato
y piadoso. Se convirtió a la religión hace cuatro años en una reu-
nión, y creo que se convirtió de verdad. Desde entonces, le confío
todo lo que tengo: dinero, casa, caballos, y lo dejo ir y venir por los
alrededores; y siempre lo he encontrado honrado y cabal en todas
las cosas.
Algunas personas no creen que haya negros piadosos, Shelby ––
dijo Haley, con un movimiento candoroso de la mano––, pero yo
sí. Había un tipo en este último lote que llevé a Orleáns: era como
un mitin religioso oír rezar a ese individuo; y era bastante tranquilo
y callado. Me dieron un buen precio por él también, pues lo com-
pré barato a un hombre que tuvo que venderlo todo; así pues gané
seiscientos con él. Sí, creo que la religión es una cosa valiosa en un
negro, cuando es de verdad, he de decirlo.
––Bien, Tom tiene religión de verdad, sin duda ––respondió el
otro––. El otoño pasado, le dejé ir solo a Cincinnati a hacer nego-
cios en mi lugar y me trajo a casa quinientos dólares. «Tom», le
dije, «me fio de ti porque creo que eres buen cristiano y se que no
me engañarías». Tom volvió, desde luego, como ya lo sabía yo.
Cuentan que algunos tipos rastreros le dijeron: «Tom, ¿por qué no
te largas al Canadá?» y él respondió: «El amo conga en mí y no
podría hacerlo», eso me contaron. Me da pena desprenderme de
Tom, he de confesarlo. Debería usted cogerle por toda la deuda,
Haley; y si tuviera usted conciencia, lo haría.
––Pues tengo tanta conciencia como se puede permitir cualquier
hombre de negocios, sólo un poco para ir tirando, como si dijéra-
mos ––dijo chistoso el comerciante––; y estoy dispuesto a hacer
cualquier cosa razonable para contentar a mis amigos, pero lo que
pide usted es un poco excesivo ––el comerciante suspiró pensativo
y se sirvió más coñac.
––¿Cómo quedamos, entonces, Haley? ––preguntó el señor Shel-
by, después de una pausa incómoda.
––¿No tiene usted un niño o una niña que pueda meter en el lote
con Tom?
––Bien, ninguno que me sobre; a decir verdad, si no fuera absolu-
tamente necesario, no vendería a ninguno. La verdad es que no me
hace gracia desprenderme de ninguno de mis muchachos.
En este momento, se abrió la puerta y entró en la habitación un
pequeño cuarterón de entre cuatro y cinco años. Había algo hermo-
so y atractivo en su aspecto. El cabello negro, suave como la seda
y de color azabache, caía en rizos brillantes alrededor de su rostro
redondo con hoyuelos en las mejillas, mientras que unos grandes
ojos negros, llenos de fuego y dulzura, se asomaban bajo unas pes-
tañas largas y pobladas y miraban con curiosidad por el aposento.
Un alegre traje de cuadros rojos y amarillos, cuidadosamente cor-
tado y entallado, resaltaba su belleza exótica; y un curioso aire de
seguridad mezclado con timidez demostraba que estaba acostum-
brado a que su amo se fijara en él y le hiciera mimos.
––Hola, Jim Crow ––dijo el señor Shelby, silbando y lanzando un
racimo de pasas en dirección al niño––, recoge esto, vamos.
El muchacho salió corriendo en pos de su premio mientras se reía
su amo.
––Ven aquí, Jim Crow ––dijo. Se acercó el muchacho y el amo le
dio golpecitos en la cabeza y le acarició la barbilla.
––Vamos, Jim, demuestra a este caballero lo bien que sabes bailar
y cantar.
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