Alejandro_Dumas-La_Reina_Margot.pdf

(1210 KB) Pobierz
Alejandro Dumas
La Reina Margot
ÍNDICE
PRIMERA PARTE
I. El latín del duque de Guisa
II. Las habitaciones de la reina de Navarra
III. Un rey poeta
IV. La noche del 24 de agosto de 1572
V. Del Louvre en particular y de la virtud en general
VI. La deuda pagada
VII. La noche del 24 de agosto de 1572
VIII. Las víctimas
IX. Los asesinos
X. Muerte, misa o Bastilla
XI. El espino blanco del cementerio de los Inocentes
XII. Las confidencias
XIII. De cómo hay llaves que abren puertas a las que n o estaban destinadas
XIV. Segunda noche de bodas
XV. Lo que la mujer quiere, Dios lo quiere
XVI. El cadáver de un enemigo siempre huele bien
XVII. Un colega de Ambrosio Paré
XVIII. Los aparecidos
XIX. La casa de Renato, el perfumista de la reina madre
XX. Las gallinas negras Las habitaciones de la señora de Sauve
XXII. «Sire, vos seréis rey»
XXIII. El nuevo converso
XXIV. La calle Tizon y la calle de Cloche-Percée
XXV. La capa color cereza
XXVI. Margarita
XXVII. La mano de Dios
XXVIII. Una carta de Roma
XXIX. La cacería
XXX. Maurevel
XXXI. Caza mayor. .
SEGUNDA PARTE
I. Fraternidad
II. La gratitud del rey Carlos IX
III. Dios dispone IV. La noche de los reyes . . .
VI. El regreso al Louvre
VII. El cordón de la reina madre
VIII. Proyectos de venganza
IX.
Los atridas.
X.
El horóscopo
XI.
Confi dencias.
XII.
Los embajadores
XIII.
Orestes y Pílades
XIV. Orthon
XV. La posada A la Belle Etoile
XVI. De Mouy de Saint -Phale
XVII. Dos cabezas para una corona
XVIII. El libro de cetrería
XIX. La caza con halcones
XX. El pabellón de Francisco I
XXI. Investigaciones
XXII. Acteón
XXIII.El bosque de Vincennes
XXIV. La figura de cera
XXV. Escudos invisibles
XXVI. Los jueces
XXVII. El tormento de los borceguíes
XXVIII. La capilla
XXIX. La plaza de Saint-Jean -en-Grève
XXX. La picota
XXXI. Sudor sanguíneo
XXXII. La plataforma del castillo de Vincennes
XXXIII La regencia
XXXIV El rey ha muerto. ¡Viva el rey!
XXXV Epílogo
PRIMERA PARTE
I
EL LATÍN DEL DUQUE DE GUISA
El lunes 18 de agosto de 1572 se celebraba en el Louvre una gran fiesta.
Las ventanas de la gran residencia, habitualmente a oscuras, se hallaban profusamente iluminadas; las
calles y las plazas contiguas, siempre solitarias en cuanto se oían las nueve campanadas en Saint -Germain
d'Auxerre, estaban, aun siendo ya media noche, atestadas de gente. Aquella multitud apretujada,
amenazadora y escandalosa parecía en la oscuridad de la noche un mar tenebroso y revuelto, cuyo ímpetu
rompía en oleadas murmuradoras y cuyo caudal, desembocando por la calle de Fossés-Saint-Germain y por
la de l'Astruce, fluía al pie de los muros del Louv re, batiendo con su reflujo las paredes del palacio de
Borbón, que se elevaba enfrente.
A pesar de la fiesta real, o quizá debido a ella, la muchedumbre ofrecía un aspecto poco tranquilizador.
El pueblo ignoraba que semejante solemnidad, en la que tan sólo tomaba parte como simple espectador, no
era sino el preludio de otra, aplazada para ocho días después, a la que sí sería convidado y a la que asistiría
sin recelo alguno.
Celebraba la corte las bodas de doña Margarita de Valois, hija del rey Enrique II y hermana del rey
Carlos IX, con Enrique de Borbón, rey de Navarra. Aque lla misma mañana, el cardenal de Borbón los
había casado, sobre una tribuna erigida frente a la puerta de Nótre-Dame, siguiendo el ceremonial de rigor
en las bodas de las princesas de Francia.
Este matrimonio sorprendió a todo el mundo y dio mucho que pensar a los más perspicaces. Nadie se
explicaba cómo se habían reconciliado dos partidos como el protestante y el católico, que tanto se odiaban
en aquella época. ¿Perdonaría el joven príncipe de Condé al duque de Anjou, hermano del rey, la muerte de
su padre, asesinado en Jarnac por Montesquieu? Y el joven duque de Guisa ¿perdonaría al almirante
Coligny la muerte del suyo, asesinado en Orleáns por Poltrot de Meré? Más aún: Juana de Navarra, la
valiente esposa del débil An tonio de Borbón, que condujera a su hijo Enrique a este regio enlace, había
muerto, apenas hacía dos meses, y corrían singulares rumores acerca de tan repentina muerte. En todas
partes se comentaba a media voz, y en algu nos lugares se llegó a decir en voz alta que Catalina de Médicis,
temerosa de que revelara algún terrible secreto, la había envenenado con unos guantes perfumados, obra de
un tal Renato, florentino muy hábil en tales menesteres. El rumor se propagó, adquiriendo mayores visos de
verosimilitud cuando, después de la muerte de la reina, a petición de su hijo, dos médicos, uno de los cuales
era el famoso Ambrosio Paré, fueron autorizados para abrir y estudiar el cadáver, excepción hecha del
cerebro. Como quiera que Juana de Navarra había sido envenenada por la vía del olfato, sólo el cerebro,
única parte del cuerpo excluida de la autopsia, podía presentar huellas del crimen. Y empleamos esta
palabra porque nadie dudó que se trataba de un crimen.
No acababan aquí los motivos de extrañeza. Señalemos particularmente con qué empeño, lindante con la
obstinación, había tomado el rey Carlos esta boda; bien es verdad que no solamente restablecía la paz en su
reino, sino que atraía a París a los principales hugonotes de Francia.
Como los desposados pertenecieran, uno a la religión católica y otro a la reformada, hubo de recurrirse
para la autorización a Gregorio XIII, que ocupaba por entonces la Sede Pontificia. Pero la dispensa tardaba
y tal retraso llegó a inquietar en sumo grado a la reina de Navarra, quien un día expresó al rey Carlos IX sus
temores de que no fuera concedida, a lo que el rey tuvo a bien contestar:
-No os preocupéis, mi buena tía: os respeto más que al Papa y amo a mi hermana más de lo que par ece.
No soy hugonote, pero tampoco soy tonto, y si el señor Papa pretende hacerse el remolón, yo mismo cogeré
a Margarita del brazo y la llevaré hasta el templo protestante para que se case con vuestro hijo.
Estas palabras circularon por el palacio y por la ciudad, regocijando profundamente a los hugonotes y
procurando graves motivos de intranquilidad a los católicos, que ya se preguntaban en secreto si el rey les
traicionaría o si sólo estaba representando una comedia que tendría a la postre cualquier esenlace
inesperado.
Sobre todo al almirante Coligny, quien desde cinco o seis años atrás no había cesado en su encarnizada
oposición al rey, la conducta de Carlos IX parecía inexplicable. Luego de haber puesto a precio su cabeza
ofreciendo por ella cien to cincuenta mil escudos de oro, el rey no brindaba más que a su salud, llamándole
padre y declarando ante todo el mundo que sólo a él confiaría en adelante la dirección de la guerra.
Llegaron las cosas a tal punto, que la propia Catalina de Médicis, que hasta en tonces dirigió los actos, la
voluntad y hasta los deseos del joven príncipe, parecía empezar a inquietarse seriamen te; no sin motivo, ya
que, en un momento de desahogo, Carlos IX había dicho al almirante a propósito de la gue rra de Flandes:
-Padre mío, será preciso que cuidemos de que la reina madre, que como sabéis en todo quiere meter la
nariz, no se entere de nada. Hemos de mantener este asunto tan en secreto, que ella no lo pueda adivinar,
pues embrolladora como es, nos lo echaría todo a perder.
A pesar de su buen sentido y de su experiencia, Co ligny no supo mantenerse fiel a una confianza tan
ilimitada. Había llegado a París con grandes sospechas, pues, al salir de Chátillon, un campesino se arrojó a
sus pies gritando: «¡oh señor, nuestro buen amo, no vayáis a París, porque, si vais, moriréis lo mismo que
todos los que os acompañan!» Sin embargo, aquellos recelos se apagaron poco a poco en su corazón y en el
de su yerno, Teligny, a quien el rey también daba grandes muestras de amistad llamándole su hermano, así
como llamaba padre al almirante, y tuteándole como solía hacer con sus mejores amigos.
Los hugonotes, pues, excepto algunos de espíritu melancólico y desconfiado, se hallaban por completo
tranquilos. La muerte de la reina de Navarra se había atribuido a una pleuresía, y los espaciosos salones del
Louvre se veían llenos de todos aquellos valientes protestantes que esperaban del matrimonio de su joven
jefe Enrique un inesperado cambio de fortuna. El almirante Coligny, La Rochefoucauld, el príncipe de
Condé hijo, Teligny, en fin, todos los capitostes del partido se consideraban triunfantes al ver
todopoderosos en el Louvre y tan bien acogidos en París a aquellos mismos a quienes tres meses antes el
rey Carlos y la reina Catalina querían colgar de horcas más altas que las empleadas para los reos de
asesinato. No faltaban más que el mariscal de Montmorency, a quien en vano se hubiera buscado en tre sus
pares. Ninguna promesa pudo seducirlo ni se dejó engañar por ningún gesto. Retirado en su castillo de
L'Isle-Adam, daba por excusa de su ausencia el dolor que aún le causaba la falta de su padre, el condestable
Anio de Montmorency, muerto de un tiro de pistola por Robert Stuart en la batalla de San Dionisio. Como
habían transcurrido ya más de tres años desde tan desdichado acontecimiento y la sensibilidad no era una
virtud muy en boga en aquella época, cada cual interpretó como quiso aquel luto que prolongaba más de lo
común.
Nada daba la razón al mariscal de Montmorency: el rey, la reina y los duques de Anjou y de Alençon
cum plían a las mil maravillas con los honores de la fiesta.
El duque de Anjou recibía de los propios hugonotes alabanzas muy merecidas con motivo de las dos
batallas de Jarnac y de Montcontour, que supo ganar cuando todavía no había cumplido los dieciocho años,
siendo en esto más precoz que César y Alejandro, a quienes se les comparaba, cuidando muy bien de situar
en un plano in ferior a los vencedores de Issus y de Farsalia. El duque de Alençon veía todo esto con su
mirada seductora y falsa. La reina Catalina, resplandeciente de alegría, hecha una dulzura, felicitaba al
príncipe Enrique de Condé por su reciente matrimonio con María de Cleves. En fin, hasta los señores de
Guisa sonreían a los seculares enemigos de su casa, y el duque de Mayenne conversaba con el señor de
Tavannes y el almirante sobre la próxima guerra que, ahora más que nunca, era llegado el momento de
declarar a Felipe II.
Por en medio de los grupos iba y venía, con la cabeza ligeramente ladeada y el oído at ento a todas las
conversaciones, un joven barbilampiño de dieciocho años, de in teligente mirada, cabello negro muy corto,
cejas espesas, nariz aguileña y sonrisa maliciosa. Este joven, que tan sólo se había distinguido en el
combate de Arnay-leDuc, donde expuso valientemente su vida, y que ahora recibía múltiples felicitaciones,
era el alumno preferido de Coligny y el héroe del día. Tres meses antes, es decir, cuando todavía su madre
no había muerto, le llamaban príncipe de Bearne; ahora era rey de Navar ra, hasta tanto no fuese Enrique
IV.
De vez en cuando, una nube sombría y rápida cruzaba por su frente; sin duda recordaba que hacía apenas
dos meses que su madre había muerto y que él era quien menos podía dudar que había sido envenenada,
pero la nube debía ser pasajera, puesto que desaparecía como una sombra flotante; precisamente quienes le
dirigían la palabra, le felicitaban y se codeaban con él, eran los mismos que habían asesinado a la valiente
Juana de Albret.
A pocos pasos del rey de Navarra, casi tan pensativo y preocupado como alegre y expansivo aparentaba
estar el rey, el joven duque de Guisa conversaba con Teligny. Más afortunado que el bearnés, su fama, a los
veintidós años, era casi tan grande como la de su padre, el gran Francisco de Guisa. Era un distinguido
mozo, de elevada estatura, de mirada altiva y orgullosa y do tado de tan natural majestuosidad, que a su
paso los demás príncipes parecían plebeyos. Pese a su juventud, los católicos le consideraban jefe de su
partido, mientras que lo s hugonotes reconocían como jefe del suyo a Enrique de Navarra, cuyo retrato se
acaba de esbozar.
Comenzó usando el título de príncipe de Joinvlle, habiendo hecho sus primeras armas en el sitio de
Orleáns, al lado de su padre, que murió en sus brazos acusando al almirante Coligny de ser su asesino.
Entonces, el joven duque hizo, como Annibal, un solemne juramento: vengar la muerte de su padre en la
persona del almirante o en la de algún miembro de su familia, y perseguir a los de su religión sin tregua ni
reposo, prometiendo a Dios convertirse en su ángel exterminador sobre la tierra hasta concluir con el último
hereje. Por fuerza había de producir gran asombro el ver a este príncipe, siempre tan fiel a su palabra,
estrechar la mano de quienes juró ser enemigo mortal y charlar amistosamen te con el yerno de aquél a
quien, ante su padre agonizante, prometió dar muerte.
Pero, como ya hemos dicho, ésta era la noche de las sorpresas. El observador privilegiado, que hubiese
podido asistir a la fiesta provisto de ese conocimiento del porvenir del que por fortuna carecen los hombres
y de esa facultad de leer en los corazones que, por desdicha, solo pertenece a Dios, habría gozado sin duda
del más curioso espectáculo que ofrecen los anales de la triste comedia humana.
Este observador, que faltaba en las galerías interio res del Louvre, continuaba en la calle, mirando con
ojos llameantes y rugiendo con voz amenazadora: este observador era el pueblo, quien, con su instinto
maravilloso agudizado por el odio, seguía desde lejos el ir y venir de las sombras de sus enemigos
implacables, deduciendo sus pasiones tan claramente como pueda hacerlo un espectador situado ante las
ventanas de un salón de baile en el que no puede entrar. La música embriaga y marca el compás al bailarín,
mientras que el espectador de fuera, como no la oye y tan sólo advierte el movimiento, ríe de ese muñeco
que parece agitarse caprichosamente.
La música que embriagaba a los hugonotes era la voz de su orgullo. Aquellas luminarias que a media no-
che veían los parisienses eran los relámpagos de su odio que iluminaban el porvenir. Sin embargo, todo reía
en el interior del Louvre, y ahora un murmullo más dulce y halagador que nunca se dejó sentir: la joven
desposada, después de quitarse su t raje de boda, su manto y su largo velo, acababa de entrar en el salón de
baile, acompañada por la hermosa duquesa de Nevers, su mejor amiga, y conducida por su hermano Carlos
IX, que la presentaba a sus principales invitados.
La recién casada, hija de Enrique II, era la perla de la corona de Francia, es decir, Margarita de Valois, a
quien el rey Carlos IX, con su familiar ternura, llamaba siempre «mi hermana Margot».
Jamás un recibimiento, por halagador que fuese, había sido tan merecido como el que ahora se dispen -
saba a la nueva reina de Navarra. Margarita, que entonces apenas contaba veinte años, era ya el objeto de
las alabanzas de todos los poetas. Unos la comparaban a la aurora, otros a Citerea. Era, en efecto, la belleza
sin rival en aquella corte donde Catalina de Médicis había reunido, para convertirlas en sus Sirenas, a las
mujeres más hermosas que pudo hallar. Tenía los cabellos ne gros, el color encendido, la mirada voluptuosa
y velada por largas pestañas, la boca roja y delicada, el cuello airo so, el talle firme y flexible y, ocultos en
calzado de raso, unos pies de niña. Los franceses se sentían orgu llosos de tenerla con ellos, viendo cómo se
abría en su tierra una flor tan magnífica... Los extranjeros que pasaban por Francia regresaban a sus países
deslumbrados por su belleza si sólo la habían visto y admirados de su saber si habían logrado hablar con
ella. Margarita no so lamente era la más bella, sino también la más culta de las mujeres de su tiempo. Se
citaba la frase de un sabio italiano que le había sido presentado y que, después de haber conversado una
hora con ella en italiano, español, latín y griego, se había ido diciendo lleno de entusiasmo: «Ver la corte de
Francia sin ver a Margarita de Valois, ni es ver Francia ni es ver la corte».
No escasearon, por lo tanto, los murmullos de aprobación al rey Carlos IX y a la reina de Navarra; ya se
sabe lo aficionados que eran los hugonotes a tales demostraciones. No faltaron infinidad de alusiones al
pasado y hubo no pocas preguntas acerca del porvenir que fueron hábilmente deslizadas hasta el oído del
rey en medio de los cumplidos.
A todas estas alusiones respondía el monarca con sus labios pálidos y su falsa sonrisa:
-Al entregar a mi hermana Margarita en brazos de Enrique de Navarra, entrego mi corazón en brazos de
todos los protestantes del reino.
Esta frase tranquilizaba a unos y hacía sonreír a otros, porque en realidad tenía dos sentidos: uno pater-
nal, en el que Carlos IX no quería insistir demasiado; otro injurioso, para la desposada , para su marido y
has ta para el rey mismo, porque aludía a ciertos escándalos privados con que la crónica de la corte había
encontrado ya el medio de manchar el velo nupcial de Margarita de Valois.
Entre tanto, el señor de Guisa conversaba, como decíamo s, con Teligny, pero sin prestar al diálogo tanta
atención como para no poder dirigir de vez en cuando una mirada al grupo de damas en cuyo centro
resplan decía la reina de Navarra.
Cuando la mirada de la princesa chocaba con la del joven duque, una nube parecía oscurecer la
encantado ra frente coronada por una aureola temblorosa de rutilantes estrellas, y un oculto designio parecía
descubrirse en su actitud impaciente y agitada.
La princesa Claudia, hermana mayor de Margarita, casada desde hacía varios años con el duque de
Lorena, había notado esa inquietud, y ya se acercaba a ella para preguntarle la causa, cuando, al apartarse
todos para dar paso a la reina madre, que entraba apoyándose en el brazo del joven príncipe de Condé, la
princesa se halló de nuevo alejada de su hermana.
Se produjo entonces un movimiento general que el duque de Guisa aprovechó para acercarse a su cuñada,
la señora de Nevers, y, por consiguiente, a Margarita.
La señora de Lorena, que no había perdido de vista a la joven reina, vio desaparecer de su frente la nube
que hasta entonces la velara y subir hasta sus mejillas una encendida llama. El duque continuaba
aproximándose y, cuando estuvo a dos pasos de Margarita, esta, que más parecía sentirle que verle, se
volvió, no sin hacer un violento esfuerzo para dar a su semblante una expresión calmosa a indiferente. El
duque se inclinó ante ella en un respetuoso saludo mientras murmuraba a media voz:
-Ipse attuli.
Lo que significaba: «Lo he traído» o «Lo he traído yo mismo».
Margarita devolvió su reverencia al joven duque y al incorporarse pronunció esta respuesta:
-Noctu pro more.
O lo que es igual: «Esta noche, como de costumbre».
Estas dulces palabras, apagadas por el enorme cuello almidonado del vestido de la princesa, cual lo
hubieran sido por una mampara, no fueron oídas más que por la persona a quien iban dirigidas. Por corto
que fuese, el diálogo encerraba, sin duda, cuanto tenían que decirse, ya que, terminado este intercambio de
dos palabras por tres, se separaron, Margarita más pensativa y el du que con el rostro más radiante que antes
de haberse acercado.
Tuvo lugar esta pequeña escena sin que el más interesado en observarla pareciera prestar la menor aten -
ción. El rey de Navarra no tenía ojos más que para una sola persona, que reunía en torno suyo una corte
casi tan numerosa como Margarita de Valois: esta persona era la bella señora de Sauve.
Carlota de Beaune-Semblancay, nieta del desdichado Semblancay y esposa de Simón de Fizes, barón de
Sauve, era una de las damas de honor de Catalina de Médicis y una de las más temibles colaboradoras de
esta reina, que ofrecía a sus enemigos el filtro del amor cuando no se atrevía a darles el veneno florentino.
Pequeña, rubia, tan pronto chispeante como melancólica, siempre dispuesta al amor y a la intriga, esos dos
grandes quehaceres que desde hacía cincuenta años ocupaban a la corte de los tres últimos reyes, mujer en
toda la acepción de la palabra y con todo el encanto que esto implica, desde los ojos azules lánguidos o
llameantes hast a los piececitos inquietos y arqueados en su calzado de terciopelo, la señora de Sauve era
Zgłoś jeśli naruszono regulamin