ANTES - Antes del Eden.pdf

(168 KB) Pobierz
ANTES
ANTES
DEL EDEN
ARTHUR C. CLARKE
Científico, novelista, explorador, graduado en Física y Matemáticas Puras Aplicadas, miembro de la
Real Sociedad Astronómica, presidente por dos veces de la Sociedad Interplanetaria Británica, ganador
en 1962 del premio Kalinga de la UNESCO por sus trabajos de divulgación científica, autor de
innumerables libros de ciencia y de ciencia ficción, escritor, científico y humanista, uno de los gigantes
de la ciencia ficción universal... En fin, ¿para qué seguir? Este es Sir Arthur C. Clarke, y éste es uno de
sus más significativos relatos .
* * *
–Me parece –dijo Jerry Garfield parando los motores – que éste es el final de la línea.
Con un leve suspiro, la eyección del chorro cesó gradualmente. Privado de su colchón de aire, el vehículo
explorador Pecio Vagabundo se posó sobre las retorcidas rocas de la Meseta Hesperiana.
Delante no había camino alguno; ni con sus eyectores a chorro ni con su tractor podía el S-5 –para dar al
Pecio su nombre oficial – escalar la escarpadura que tenía enfrente. El Polo Sur de Venus estaba sólo a
treinta millas, pero igual podría haber estado en otro planeta. No quedaba otra solución que volver atrás y
desandar el camino de cuatrocientas millas hecho a través de aquel paisaje de pesadilla.
La atmósfera era fantásticamente clara, con una visibilidad de casi mil metros. No había necesidad alguna
de radar para mostrar los riscos que tenían delante; por una vez, la simple vista bastaba. La verde
luminosidad de la aurora, filtrándose a través de nubes que habían rodado compactas por un millón de
años, prestaba a la escena un aspecto submarino, al que se añadía la sorprendente manera con que todos
los objetos se empañaban en la calina, A veces era fácil para uno creer que se estaban moviendo a través
de un insustancial lecho marino, y en más de una ocasión imaginó Jerry haber visto peces flotando sobre
su cabeza.
–¿Llamo a la astronave para comunicar que volvemos? –preguntó.
–Aún no –respondió el doctor Hutchins –. Quiero pensar.
Jerry lanzó una suplicante mirada al tercer miembro de la tripulación, pero no encontró allí apoyo moral
ninguno. Coleman era tan testarudo como su compañero; aunque los dos hombres discutían furiosamente
la mitad de su tiempo, ambos eran científicos y, por ello, en la opinión de un no menos testarudo
maquinista navegante, ciudadanos no cabalmente responsables. Si Cole y Huth tenían alguna brillante
idea para seguir, no habría nada que hacer excepto registrar una protesta.
Hutchins estaba dando vueltas en la exigua cabina, examinando mapas e instrumentos. Dirigió ahora el
proyector del vehículo hacia los riscos y comenzó a observarlos detenidamente con los gemelos.
¡Seguramente, pensó Jerry, no esperará conducir este trasto por ahí! El S-5 era un revoloteador de carril y
no una cabra montés...
Bruscamente, Hutchins encontró algo. Lanzó un suspiro que era más bien una súbita y explosiva
boqueada, y se volvió a Coleman.
–¡Mira! –gritó con voz sumamente excitada -. ¡Justamente a la izquierda de aquella marca negra! ¿Qué es
lo que ves?
Página 1 de 8
Le tendió los gemelos, y ahora fue Coleman quien escrutó los riscos.
–¡Que me condenen si no tenias razón! –dijo al fin –. Hay ríos en Venus. Ésa es una cascada seca.
–Así, pues, me debes una cena en el Bel Gourmet cuando volvamos a Cambridge. Con champán.
–No necesitas recordármelo. De todos modos, es barato por el precio. Pero eso deja aún tus otras teorías a
la altura del barro.
–¡Hey, un minuto! –interpeló Jerry –. ¿Qué es todo eso de ríos y cascadas? Todo el mundo sabe que no
pueden existir en Venus: nunca se produce en este vaporoso planeta el suficiente frío como para que se
condensen las nubes.
–¿Has mirado el termómetro recientemente? –preguntó Hutchins con engañosa suavidad.
–He estado ligeramente demasiado ocupado conduciendo.
–Pues entonces tengo noticias para ti. Está por debajo de los 230, y descendiendo todavía. No olvides que
estamos en el polo, que es invierno y que nos encontramos a 18.000 metros sobre las tierras bajas. Todo
esto se nota en el aire. Si baja un poco más la temperatura tendremos lluvia. El agua hervirá, desde
luego..., pero será agua. Y aunque Jorge no lo admita aún, esto presenta a Venus con una fisonomía
totalmente distinta.
–¿Por qué? –preguntó Jerry, aunque ya lo había supuesto.
–Porque donde hay agua debe haber vida. Nos hemos apresurado demasiado en conjeturar que Venus era
estéril, simplemente debido a que el promedio de su temperatura es de más de quinientos grados. Aquí en
las montañas hay lagos y quiero echarles un vistazo.
–¡Pero es agua hirviente! –protestó Coleman –. ¡Nada puede vivir en eso!
–Hay algas que lo logran en la Tierra. Y si hemos aprendido algo desde que comenzamos a explorar los
planetas es esto..., que en cualquier lugar donde la vida tenga la más ligera probabilidad de supervivencia
se la encontrará. Ésta es la única posibilidad que jamás se haya presentado sobre Venus.
–Desearía que pudiéramos comprobar tu teoría. Pero, ya lo puedes ver por ti mismo, es imposible escalar
ese risco.
–Quizá lo sea en el vehículo, pero no será demasiado difícil hacerlo a pie, con los trajes térmicos. Todo lo
que necesitamos es andar unas cuantas millas en dirección al polo; según los mapas del radar, todo es
muy llano una vez alcanzado el borde. Podemos apañárnoslas allá dentro... oh, durante doce horas o más.
Cada uno de nosotros ha estado fuera más tiempo que ese, y en mucho peores condiciones.
Aquello era enteramente cierto. La ropa protectora que había sido diseñada para mantener con vida al
hombre en las tierras bajas venusianas tendría una tarea más fácil aquí, donde la temperatura era sólo cien
grados más calurosa que en el Valle de la Muerte en plena canícula.
–Bien –dijo Coleman –. Ya conoces las ordenanzas: no se puede ir solo, y alguien ha de quedarse aquí
para mantener contacto con la nave. ¿Cómo lo zanjaremos esta vez: ajedrez o cartas?
–El ajedrez lleva demasiado tiempo –dijo Hutchins –, especialmente cuando lo jugáis vosotros dos. –
Tendió la mano a la mesa de juego y tomó un naipe muy usado. Córtalo, Jerry.
–Diez de picas –dijo Jerry –. Espero que puedas derrotarlo, Jorge.
–Así lo haré... ¡Maldita sea, sólo un cinco de tréboles! Bueno, dad mis recuerdos a los venusianos...
Página 2 de 8
A pesar de la seguridad de Hutchins, resultaba tarea ardua el escalar la escarpadura. El declive no era muy
pronunciado, pero el peso del aparato de oxígeno, el traje térmico refrigerado y el equipo científico
alcanzaban un peso de más de cien libras por hombre. La menor gravedad –un trece por ciento más débil
que la de la Tierra –proporcionaba una ligera ayuda, pero no mucha, cuando se afanaban por pedregales
en declive, descansaban brevemente en los bordes para recuperar aliento y volvían a trepar a través del
crepúsculo submarino. El esmeraldino fulgor que se derramaba en torno a ellos era más brillante que el de
la luna llena en la Tierra. Una luna se habría disipado en Venus, se dijo Jerry; jamás hubiese podido ser
vista desde la superficie, no había allí mar alguno cuyas mareas regir... y la incesante aurora era un
manantial de luz mucho más constante. Habían escalado más de seiscientos metros antes de que el terreno
se nivelara en un suave declive, surcado aquí y allá por costurones que eran canales claramente tajados
por el correr del agua. Al cabo de una breve búsqueda llegaron a una hondonada lo suficientemente ancha
y profunda como para merecer el nombre de lecho de río, y echaron a andar por ella.
–Acabo de pensar en algo –dijo Jerry cuando hubieron caminado unos cientos de metros –. ¿Y
suponiendo que haya una tormenta ante nosotros? No me hace ni pizca de gracia el tener que soportar un
flujo de agua hirviendo.
–Si hay una tormenta la oiremos –replicó Hutchins con cierta impaciencia –. Tendremos tiempo de sobra
para llegar a terreno elevado.
Tenía indudablemente razón, pero Jerry no se sintió más satisfecho por ello mientras continuaban
remontando el suavemente inclinado lecho del curso del agua. Su inquietud había estado aumentando
desde que pasaran sobre la cresta del risco, perdiendo así contacto por radio con el vehículo explorador.
El hallarse desconectado con sus compañeros resultaba para él una experiencia única y turbadora. Nunca
le había ocurrido antes en toda su vida; hasta a bordo de la Estrella de la Mañana, aun hallándose a
cientos de millones de millas de la Tierra, pudo siempre enviar un mensaje a su familia y obtener una
respuesta en el lapso de breves minutos. Pero ahora, apenas unos cuantos metros de roca acababan de
aislarles del resto de la humanidad; si algo les sucedía, nadie jamás lo sabría... a menos que alguna
expedición posterior hallara sus cadáveres. Jorge esperaría el número de horas convenido y luego
marcharía de regreso a la nave... solo. Se dijo a sí mismo que él no era ciertamente el tipo ideal de
explorador, que lo que le gustaba era manipular complicadas máquinas, y que así fue como se vio
mezclado en el vuelo espacial. Nunca llegó a pensar hasta dónde le conduciría aquello... y ahora era ya
demasiado tarde para cambiar.
Habían cubierto quizá tres millas en dirección al polo, siguiendo los meandros del lecho del río, cuando
Hutchins se detuvo para hacer observaciones y recoger muestras.
–¡Sigue descendiendo la temperatura!
– Ha bajado ya de los 199; es, con mucho, la menor registrada jamás en Venus. Quisiera poder llamar a
Jorge y comunicárselo.
Jerry probó todas las bandas de ondas y hasta intentó captar a la astronave –los impredecibles altibajos de
la ionosfera del planeta hacían a veces posible la recepción a larga distancia –, pero no se produjo ni un
susurro portador de onda sobre el rugido y el crepitar de las fragorosas tormentas venusianas.
–Eso es aún mejor –dijo Hutchins, ahora con auténtica excitación en su voz–. La concentración de
oxigeno ha aumentado... quince partes en un millón. En el vehículo era sólo de cinco, y en las tierras
bajas apenas se podía detectarlo.
–¡Pero quince en un millón! –protestó Jerry –. ¡Nada podría respirar eso!
–Inviertes la cuestión –manifestó Hutchins –. Nadie ni nada lo respira: algo lo hace. ¿De dónde crees que
proviene el oxígeno de la Tierra? Todo él está producido por la vida..., por las plantas en desarrollo. Antes
de que hubiese plantas en la Tierra, nuestra atmósfera era semejante a esta..., una mezcla de anhídrido
carbónico y amoníaco y metano. Luego evolucionó la vegetación y lentamente convirtió nuestra
atmósfera en algo que los animales podían respirar.
Página 3 de 8
–Ya –dijo Jerry –. Y tú piensas que el mismo proceso ha comenzado aquí...
–Así parece. Algo no lejos de aquí, se halla produciendo oxígeno..., y la vida vegetal es la explicación
más simple.
–Y donde hay plantas –reflexionó Jerry – es de suponer que más pronto o más tarde haya animales.
–Eso es –dijo Hutchins, recogiendo sus cosas y comenzando a remontar la hondonada –, aunque el
proceso lleva unos cuantos millones de años. Puede ser que hayamos llegado aún demasiado pronto...,
aunque espero que no.
–Todo esto está muy bien –respondió Jerry –. Pero ¿y suponiendo que topemos con alguien que no nos
quiera? No tenemos armas.
–Ni las necesitamos. ¿Te has detenido a pensar en el aspecto que tenemos? No cabe duda de que
cualquier animal echaría a correr apenas nos viera desde lejos.
Había algo de verdad en sus palabras. La envoltura metálica de los trajes térmicos, que les cubría de pies
a cabeza, reverberaba como una flexible y destellante armadura. Insecto alguno tenía antenas más
primorosas que las encajadas en sus cascos y mochilas, y los anchos lentes a través de los cuales miraban
al mundo que los rodeaba semejaban unos ojos vacíos y monstruosos. Sí, pocos habrían sido los animales
terrestres que quisieran enfrentarse a una tal aparición, pero los venusianos podían sustentar diferentes
ideas.
Jerry estaba aún rumiando la cuestión cuando llegaron al lago. La primera ojeada le hizo pensar ya no en
la vida que estaban buscando, sino en la muerte. Semejante a un negro espejo, yacía en medio de un
pliegue de los cerros; su orilla extrema se hallaba oculta en la bruma eterna, y fantasmales columnas de
vapor remolineaban y danzaban sobre su superficie. Todo lo que necesitaban, se dijo a sí mismo Jerry, era
la barca de Caronte en espera de llevarlos a ellos a la otra orilla... o el cisne de Tuonela surcando
mayestáticamente las aguas, en guardia de la entrada del averno...
Sin embargo, a pesar de todo, era un milagro... la primera agua libre que el hombre hallara jamás en
Venus. Hutchins estaba ya de rodillas, casi en una actitud de rezo. Pero lo único que hacía era recoger
gotas del preciado líquido para examinarlas a través de su microscopio de bolsillo.
–¿Hay algo en ellas? –preguntó ansiosamente Jerry.
–Si lo hay es demasiado pequeño para verlo con este instrumento. Te diré algo más cuando volvamos a la
nave.
Taponó y precintó una probeta y la puso en su estuche de muestras con tanta ternura como un buscador
que acabara de hallar su primera pepita de oro. Pudiera ser –y probablemente lo era –nada más que pura y
simple agua. Pero también cabría la posibilidad de que fuese un universo de criaturas ignotas y vivientes
en la primera fase de un recorrido de billones de años hasta la plasmación de la inteligencia.
No había caminado Hutchins más de una docena de metros a lo largo de la orilla del lago cuando volvió a
detenerse, tan súbitamente que Garfield estuvo a punto de tropezar con él.
–¿Qué sucede? preguntó Jerry –. ¿Has visto algo?
–Aquella mancha oscura de allí. La advertí antes de que nos detuviéramos en el lago.
–¿Y qué pasa con ella? A mí me parece bastante corriente.
–Creo que se ha hecho más grande.
Página 4 de 8
En toda su vida recordaría Jerry aquel momento. De todos modos, nunca dudó de la afirmación de
Hutchins; en aquellos momentos podía creer cualquier cosa, hasta que las rocas crecían. La sensación de
misterio y aislamiento, la presencia de aquel oscuro y melancólico lago, el sordo ruido de las lejanas
tormentas y el verde titilar de la aurora..., todo aquello había causado un fuerte impacto en su mente,
disponiéndole para creer aun lo increíble. Sin embargo, no sentía miedo alguno: eso vendría después.
Miró a la roca. Estaba a unos ciento cincuenta metros, creyó calcular, aunque en aquella difusa luz
esmeraldina resultaba enormemente difícil estimar distancias y dimensiones. La roca o lo que fuese
parecía una losa horizontal de un material casi negro, situada cerca de la cresta de un risco bajo. Había
una segunda mancha, mucho más pequeña, de material semejante, cerca de ella. Jerry intentó medir y
registrar en la memoria el espacio que existía entre ambas a fin de poder tener una referencia que le
permitiera descubrir cualquier cambio.
Aun cuando vio que aquel espacio iba estrechándose, no sintió ninguna alarma..., sólo una perpleja
excitación. No fue hasta que hubo desaparecido totalmente que experimentó en su corazón una espantosa
sensación de desamparado terror. No había allí rocas crecientes o movientes: lo que contemplaban era una
oscura marea, una alfombra serpeante que iba extendiéndose inexorablemente hacia ellos sobre la cresta
del risco
El momento de pánico total, irrazonable, no duró por fortuna más allá de unos pocos segundos. El primer
terror de Garfield comenzó a desvanecerse tan pronto como reconoció su causa..., es decir, que aquella
marea que avanzaba le había recordado en los primeros momentos, muy vívidamente, una historia que
había leído hacía muchos años sobre el ejército de hormigas del Amazonas y la manera como destruían
todo cuanto encontraban a su paso...
Pero, fuera lo que fuese aquella marea, se estaba moviendo demasiado lentamente como para suponer un
peligro real, a menos que cortase su línea de retirada. Hutchins la estaba observando intensamente a
través de sus gemelos; él era biólogo y estaba manteniendo su terreno. No voy a hacer el ridículo, pensó
Jerry, huyendo como un gato escaldado si no es necesario.
–Por el amor del cielo –dijo al fin, cuando aquella alfombra viviente se halló a sólo cien metros, y
Hutchins no había pronunciado aún una palabra ni movido un solo músculo –. ¿Qué es eso?
Hutchins se desheló lentamente como una estatua cobrando vida.
–Lo siento, te olvidé por completo. Es una planta, desde luego. Cuando menos, me parece que deberíamos
darle este nombre.
–¡Pero se está moviendo!
–¿Y por qué habría de sorprenderte eso? Así lo hacen también las plantas terrestres. ¿ Es que no has visto
películas aceleradas de la hiedra en acción?
–Pero la hiedra permanece en su sitio..., no se extiende por todo el paisaje.
–¿Y qué hay de las plantas de plancton en el mar? Ellas pueden nadar cuando lo necesitan.
Jerry cedió; de todos modos, el prodigio que se aproximaba le había privado de palabras.
Siguió pensando en aquella cosa como una alfombra espesa, orlada en los bordes. Variaba de espesor al
moverse; en algunas partes era tenue como una película, y en otras tenía treinta y más centímetros de
grosor. Al aproximarse más, Jerry pudo comprobar su tejido, y lo comparó al terciopelo negro. Se
preguntó cómo sería al tacto..., recordando luego que como menos quemaría sus dedos, aun cuando no les
hiciera nada más. Otro pensamiento vino en persecución de éste, movido por la delirante reacción
nerviosa que a menudo sigue a una repentina conmoción: «Si existen venusianos, jamás podremos
estrechar nuestras manos con las de ellos; nos las quemarían, y nosotros se las helaríamos. »
Página 5 de 8
Zgłoś jeśli naruszono regulamin